Teódulo López Meléndez

Un libro de 1978 donde se presentaban las causas de lo que sucedería 30 años después. Las coincidencias con lo que hoy se repite indican un país sin memoria histórica y que recurrentemente vuelve a cometer los mismos errores, aunque se disfracen de diferente signo.

reflexiones-sobre-la-republica

Cualquiera que sean las circunstancia
históricas es importante para las
sociedades que algunos hombres
tomen la decisión de pensar, pase lo que pase
Etiemble

Es en nuestros días cuando la avaricia
se ha visto acrecentada por la opulencia,
provocando el desbordamiento de los placeres,
ante el temor de perderlo todo, en el deleite
y el desenfreno
Tito Livio

La aldea, de fiesta, descansa en los prados
junto al buey ocioso
Horacio

Al borde del precipicio

Este país convive con la confusión, con la hipocresía, con un cuadro social lamentable, con un marasmo de los valores, con una democracia falsa, con el espectáculo de los mejores hombres apartados de la dirección, con el encumbramiento del dinero como nuevo regulador ético-moral de la República.

La falsedad se ha hecho norma. Mentimos en cada uno de nuestros actos en adecuación a las exigencias de un cuerpo enfermo. Nuestro comportamiento colectivo va contra la naturaleza, contra los otros; lo vital es el lucro; el ansia de beneficio nos mueve y conduce.

La democracia está enferma porque está edificada sobre falsedades. Sus principios y enunciados son letra muerta.

Escasean los políticos confiables. Los que no se hayan lanzado, en esta nueva “fiebre del oro”, a vencer a toda costa.

El mejor estímulo a la depredación de los dineros públicos es el que da la sociedad venezolana al recibir en su seno con algarabía y profesar admiración a quienes han robado el erario nacional.

Desde nuestro cuerpo legal hasta nuestro cuerpo moral están sumidos en una grave crisis. Lo que se intenta en las páginas siguientes es un rápido buceo en la podredumbre de la República de hoy; lo que se intenta es un somero muestreo de la polilla que carcome el alma nacional y de cómo la República se tambalea ante la ausencia de un esqueleto ético-moral y como los venezolanos, enfermos por dentro, hacemos con nuestro comportamiento que la manifestación jurídico-política de nuestra unión, esté al borde de sucumbir.

Lo que aquí está intentado, es desnudar a la República frente a sí misma. Manifestar que sólo una profunda reflexión colectiva, sólo una toma general de conciencia, sólo la adopción de una decisión firme en tal sentido, puede alejar a la República de los peligrosos precipicios.

El bonche

Vivimos a la deriva. El país se entretiene en el juego de caballos y en las aventuras amorosas de las misses. Vivimos en una calma falsa y peligrosa. A este país dejaron de importarle los asuntos trascendentes y que afectan su destino. Este país vive pendiente de los “puentes” vacacionales, del jolgorio, de las fiestas, de los bonches. Somos un país en que se está corriendo una juerga sin control y sin medida. Terminaremos todos en un hospital cuando el alcohol de la insensatez que nos estamos tomando nos haga irremediablemente perder la cabeza.

La política se ha puesto insustancial. El juego diario se torna cada día más aburrido. Todas las expectativas están copadas. No hay nada novedoso. El aburrimiento se aposenta donde esta nación tuvo alguna vez la grandeza de alma. Estamos atravesando la peor hora de la política nacional en cuando a talento, sobriedad, trascendencia, contenido, densidad, profundidad y seriedad se refiere. Quienes integran nuestras élites dirigentes no tienen nada en la cabeza. Parece ser que quienes han llegado a la dirección de este país no han tenido una alma caritativa que le enseñe el amor por los libros. El juego está descubierto. Todas las cartas están sobre la mesa en esta pesada, ruinosa, desvencijada casa que es la política venezolana. La única conclusión es que a los de primera fila el país les importa un bledo y el juego de las ambiciones injustificadas, inmorales y pequeñas es el único motor que aún mantiene a algunos buscando el control de este país próximo a desplomarse.

El país parece carecer de fuerzas de reserva. Henos aquí aumentando semanalmente los millones del 5 y 6 y la lotería. Henos sin preocupación colectiva sobre los destinos nacionales. Henos aquí a los venezolanos que nos importa un comino lo que pase. Todas nuestras instituciones están socavadas por el comején de la abulia. La inteligencia nacional ha pasado la aspiradora por las torres de cristal y cobardemente se ha retirado a medrar del prestigio acumulado. La CTV es un cenáculo donde comen engordados sindicalistas que tienen que cuidad sus viáticos y sus prebendas. Los colegios profesionales callan. La voz de algún iluso llegado a Contralor se escucha admonitoria y sola, pidiendo a los desesperados que no roben.

Vivimos una feliz paz bucólica. Los venezolanos estamos conociendo el bonche más divinos que pueda concebir alguna mente juvenil. Los venezolanos somos felices. No tenemos nada de qué preocuparnos. Alguna que otra queja por los precios de los alimentos y la consabida frase de “Dios proveerá”. Somos el pueblo más feliz de la tierra. Nos estamos convirtiendo en un hatajo de borregos que juega con los frutos de una buena cosecha.

El país marcha hacia el barranco, el país está quemando su futuro; no hay seriedad, autoridad moral y dignidad ciudadana que se alce a edificar, a represar, a abrir caminos, a despertar a sus conciudadanos. A los líderes de la Venezuela pobre moral de hoy en día, sólo les interesan el juego de factores, el manejo de las fuentes de poder, el equilibrio de las posibilidades. El país les interesa un comino.

Las perspectivas están tan claras que asustan. No hay nada misterioso ni en la política ni en la economía. Somos el país de las claridades. Todos sabemos a dónde vamos y lo que va a pasar. Sin embargo seguimos viviendo en la ficción del millonario derrochador. Parece que la herencia de los padres libertadores fue perdiéndose en la genética con el paso de los años. Parece que los genes de los viciosos, de los traidores de la República y de los malversadores fueron más poderosos. Los venezolanos hemos dejado de lado las virtudes y nos regocijamos en los vicios.

Lo que somos y a donde hemos llegado, es la consecuencia lógica de permitir que los acontecimientos nos presidan. Parecemos incapaces de dar forma al futuro. Ya no nos impresionamos con nuestra miseria, con nuestros desarrapados, con nuestras llagas purulentas, con nuestros barrios marginales, con nuestros campesinos. Eso pertenece a las primeras épocas de la democracia en que se hablaba de reforma agraria y se ofrecían pan y trabajo. Ya no nos impresionamos con los niños abandonados ni con los que no tienen escuela. Nos parece un problema tan viejo, tan repetido. Lo que el país olvida es que la democracia ha sido incapaz de solucionar estos asuntos o sólo ha sido efectiva en borrarlos de nuestro juego diario. Mientras tanto la nación mata su futuro. Que en paz descanse la tierra de nuestros mayores.

Tiempo y abismo

Cuando el hombre aprendió a medir el tiempo comenzó a temerle. El miedo al tiempo ha estado acompañando al hombre, adherido a él, motivándolo a la acción, conduciéndole a la reflexión sobre su origen y destino. El tiempo mortifica también a los pueblos. Las naciones sienten la presión de las metas y del tiempo disponible. El hombre que no siente la angustia de su paso, puede ser un in dividuo ajeno a las grandes preguntas existenciales o, por el contrario, se está realizando dentro de la medición consciente de su tránsito vital, haciendo conforme a las expectativas. Las naciones, menos aquejadas de prontitud debido a su vida mayúscula comparada con la de los individuos, pueden andar realizándose, apreciando el tiempo, desarrollándose material y espiritualmente o, al contrario, inmersas en una somnolencia que amenace su vitalidad y por ende su futuro.

En relación a la vida, los pueblos no son solamente la suma de los individuos. Existe un alma colectiva, una razón colectiva, un mínimun vital colectivo. Se puede presentir el destino de una nación a través de sus hombres, pero es necesario pulsar el fondo común para emitir opinión. Venezuela está dilapidando su tiempo. Parecemos inmersos en una catástrofe inevitable, dormidos sobre las crestas de las circunstancias, inertes ante la marcha y el devenir de las situaciones. Parecemos agotados tras la larga marcha de la conquista y la colonia hasta el petróleo y la riqueza.

No hemos nacionalizado el futuro. Vivimos enterrados hasta la coronilla en un alud de vicios que parecen poder más que nuestra fuerza vital como nación. Parecemos impotentes ante las fuerzas que nos mueven y nos sacuden. Los venezolanos van a los cargos públicos a enriquecerse, a envolverse en un halo prepotente de desprecios hacia la colectividad. Los burócratas que vemos en las noticias engañan a la opinión, mienten, desvirtúan, hablan con un desprecio olímpico hacia la verdad y destilan una incapacidad que no les inquieta. Los venezolanos no se angustian cuando enfrentan la toma de decisiones, no les duele la cabeza cuando disponen del poder y no sienten ese placer mágico y embriagante que sienten los líderes cuando se aprestan a construir.

Los partidos se distraen en las querellas internas. Quienes gobiernan parecen hacerlo a ratos con desgano. Quienes hacen oposición, las más de las veces, sólo se ejercitan en la negación irracional, en la palabrería insulsa. Vivimos en un teatro donde toda la pasión política se reduce a querer cambiar de actores para el mismo libreto cada cinco años. A pasar de unas manos a otras la palabrería vacía y la acción insustancial de gobierno. No encontramos mística en los partidos, pasión creadora, fuerza. Los partidos marchan al abismo con l nación, le abren el camino hacia el precipicio. A muchos hombres sólo pareciera interesarles el placer del mando por sí mismo, la oportunidad de hacer negocios, de asaltar el poder para solucionar para siempre su cuestión económica.

La nación parece impotente. Pareciera que no existen en el alma colectiva los recursos para salir del alud. La nación se ha acostumbrado a que las cosas pasen como están pasando. Ya a la nación le parece –intoxicada e incapaz- que no hay posibilidades por explorar, que es razonable que los funcionarios roben, que es lógico que se encuentren estafas contra el país en la mayoría de los planes que se abordan, que los problemas parezcan tan grandes que ante cada uno de ellos aparezca la impotencia de enfrentarlo. El pueblo venezolano parece carecer de silos de almacenaje de fuerzas de cambio, parece carecer de depósitos de reserva, parece incrédulo y desinteresado frente al destino colectivo.. El pueblo venezolano parece inerte, desmayado, entregado y dominado por las circunstancias. El pueblo venezolano parece estar sentado a la orilla del camino, mientras el tiempo pasa y las posibilidades disminuyen. Pareciera que este país se agotó en el alumbramiento de la élite excepcional que nos condujo a la independencia.

Fallamos en la administración de justicia. Fallamos en el gobierno y en la administración de nuestra riqueza. Fallamos en la implementación y ejecución de nuestras leyes. Estamos fallando peligrosamente como nación. El gobierno falla fundamentalmente por reflejo de la falla del país. Cada día somos más una nación entregada al juego, al despilfarro, al consumo irracional, a la elevación de los hombres menos capaces, a la incuria, a los licores importados, al desprecio del tiempo y de lo que fuimos. Somos un país montado en un tiovivo que ya parece haber abandonado la búsqueda de su camino. Somos un país al borde del peligro que parece haber borrado de su agenda el logro de una identidad y un futuro. Grave cosa, que parecemos un país cuyos hombres excepcionales están abrumados, pesimistas, hartos de golpear la cabeza contra las paredes. Pareciera que no tenemos dónde buscar y ese estado de ánimo conduce al suicidio.- No faltará quien se lamente.

La pequeña Venecia

El puerto de La Guaira se congestiona no sólo por anticuado sino por el inmenso volumen de las importaciones. Cualquier puerto vería abarrotada y superada su capacidad de descarga y almacenaje ante el inmenso oleaje de mercadería de todo tipo que los venezolanos traemos de fuera.

Aquella vieja protección arancelaria para los productos nacionales se ha trastocado en un desenfrenado otorgar de licencias de importación. Es más, esas licencias se otorgan en muchos casos por la falta de calidad de los productos nacionales o porque los industriales o los productores del campo quieren el alza de un producto e incurren en el delito de acaparamiento.

Los venezolanos importamos todo lo que necesitamos y todo lo que no necesitamos. Por nuestros puertos entran caraotas, pollos, vaquillas, pero también los más sofisticados perfumes o telas importadas. Nuestros puertos son verdaderos tubos de desagüe. Por allí lanzamos hacia los cargueros la riqueza que la providencia puso en nuestra tierra.

Los venezolanos compramos fuera desde la legumbre que no hemos sembrado hasta rl artificio que se supone la bonanza económica exige colguemos del cuello de nuestras mujeres. Los venezolanos no sabemos producir alimentos pero tenemos dinero para comprarlos en el exterior. A nadie se le ocurre que podamos privarnos de algo. Nadie concibe que si tenemos escasez de carne podamos privarnos de ella tres días a la semana y en cambio comer pescado. Menos aún puede concebirse que el país coma pescado para impulsar nuestra flota pesquera cuando en este campo y ante millares de kilómetros de costa andamos también en pañales. A nadie se le ocurre enfrentar la ausencia de trigo con otras gramíneas o comprar tanto pescado barato que nos queda en lugar de caros filetes o cubrir las necesidades de calorías con algo distinto a la basura que la ignorancia y la propaganda imponen a la dieta diaria de nuestro pueblo.

Los gobiernos se asustan ante el desabastecimiento. Para los gobernantes los armarios de los mercados deben estar llenos para que el pueblo esté tranquilo y presto a votar de nuevo. No importa que los alimentos no sean nacionales, no importa que aún habiendo determinado producto en el país, el que se consiga sea importado, porque los empresarios no quieren vender a precio regulado. Si se acerca diciembre traeremos dos barcos cargados de pollos y unos cuantos más con los ingredientes restantes de las hallacas. Si se trata de Semana Santa nuevos abarrotamientos de producirán en los puertos.

Lo único que los venezolanos tenemos es dinero. No tenemos voluntad de sacrificio, ni agricultura, ni temple. El petróleo se ha convertido en una maldición que nos ha hecho holgazanes, perezosos, manirrotos. Tenemos riqueza y ello parece bastarnos. Como no la hemos conquistado sino que estuvo aquí por el azar, nos complacemos sensualmente en dilapidarla. Si el petróleo desapareciera, nos encontraríamos en la situación de un niño recién nacido que no puede bastarse en nada. Pero tenemos petróleo parea muchos años y esa convicción acentúa la flojera. Habremos de llegar a tal grado de corrupción y desidia que esa riqueza, sin término fijo de agotamiento, pesará como una maldición.

El petróleo es una riqueza que marca con su aparición a un país, pero una riqueza que puede ser cabalgada, domada, controlada y jineteada con fuerza y temple. Los venezolanos hemos convertido al petróleo en estigma. No lo hemos utilizado para convertirnos en un país poderoso sino como sustituto de todo esfuerzo y sudor. El petróleo se ha transformado en un fetiche. Los venezolanos nos hemos transformado en holgazanes confiados que desde mullidas poltronas gastamos y gastamos la riqueza que no ha requerido esfuerzo alguno.

Un país en semejante postración, un país que sufre la enfermedad de la riqueza, no será capaz de arranque, de sacrificio,. de empuje sostenido. Quizás aquella vieja y manida frase de que el dinero no lo es todo en la vida, nos sirva para afirmar que aparte de un inmenso vacío existencial parece que nos estamos condenando a una atropamiento de aptitudes. La vida vegetativa conduce al cataclismo. Llegará el momento en que no todo lo podamos solucionar con dinero, tal como hoy lo hacemos. Cuando ese momento llegue, seremos víctimas fatales de cualquier peligro.

Día a día acentuamos la dependencia psicológica de la riqueza del subsuelo. La muestra patética del drama que se desarrolla es al abarrotamiento de los puertos, la diaria información sobre importaciones permitidas u ordenadas por el gobierno. Allí estamos mostrando al mundo que sólo debe esperarse tiempo para ser testigo de la decadencia de la bautiza Venezuela por el marino que trazaba mapas y que quedó extasiado por los palafitos adheridos al lago, cual pequeña Venecia.

El poder contralor

Para que el Estado de Derecho funcione, cada órgano institucional debe tener la posibilidad de cumplir con sus tareas. Para que se pueda hablar de la vigencia del ordenamiento jurídico democrático, cada órgano del Estado debe ser respetado en el cumplimiento de sus específicas tareas. Los gastos del estado deben ser controlados. Tal es el principio básico de todo orden basado en el Derecho. La función contralora se convierte así en pilote fundamental. Ella es garantía de que los dineros públicos serán administrados con honestidad, prudencia y pulcritud. El Derecho implica pues, que el Estado no puede disponer a su antojo de los presupuestos y la riqueza. La Contraloría existe para cumplir esa tarea, vital e indispensable a la existencia de un Estado fundado sobre principios inalienables de juridicidad.

Cuando se pretende que la Contraloría ablande su vigilancia y rigor, se está exigiendo al mismo tiempo un ablandamiento del Estado de Derecho. Cuando se pretende establecer como costumbre que la Contraloría sea ejercida por un ciudadano que no entienda demasiado rigurosamente sus funciones o que se adapte a un estado colectivo de corrupción, se está declarando a viva voz que el Estado de Derecho es imperfecto y, más grave aún, que se pretende convertir dicha imperfección en la norma por encima de la natural rigidez del ordenamiento jurídico. Cuando al ciudadano que ejerce la Contraloría se le acusa de excesivo celo, lo que se le está pidiendo es que ejerza a medias su magistratura. Cuando un funcionario público, en este caso el Contralor, es exigido de moderación y de cautela acentuada, se está estableciendo como requisito para presidir el ejercicio de cualquier función un desajuste moral previo, la aceptación del Poder Público como un ente relajado y la aceptación tácita de la presunción de que el ejercicio de una tarea administrativa cualquiera implica al titular un abandono de su formación ética, de la rigidez de sus principios y una adopción ipso iure del bajo nivel de moralidad y rectitud imperante en el cuerpo social y en el gobierno.

Las deducciones son claras: una dramática declaración de impotencia; una declaración tajante del órgano adecuado de que no puede enfrentar el manejo de la riqueza nacional por parte del gobierno; una admisión definitiva de incapacidad de controlar el manejo de los fondos públicos; una declaración de que estamos llegando a la anarquía social y también a la libertad total para prevaricar; la admisión de que el monstruo burocrático está libre y que sabe zafarse de cualquier empresa temeraria por reducirlo al orden legítimo; la admisión de un desbocamiento y de un desenfreno de extrema gravedad.

El país está en medio de la corrupción administrativa más asfixiante. El país está acostumbrado a descubrir semanalmente en las páginas de los diarios algún escándalo. En el país está generalmente admitido que se va al gobierno a robar y a solventar situaciones particulares de manera definitiva. El país parece convencido de que la honestidad perdió ante la corrupción.

En el manejo de la riqueza nacional prevalecen una sordera absoluta ante los llamados al orden contralor, una repetida violación del ordenamiento jurídico y un equipo de abogados del diablo que salen a la palestra a parar al Contralor y a demostrarle su insuficiencia para cambiar las cosas. Estamos al borde de darnos el lujo de proclamar la anarquía como doctrina y procedimiento administrativos. Estamos tocando los límites del “vivalapepismo” más alegre, seductor y peligroso. Estamos llegando a los límites de declararnos “irresponsables jurídicos” y de ofrecer nuestro patrimonio a todos los peligros. Somos ricos botarates que nos sentimos molestos cuando alguien pretende poner fin al dilapidar alegre. Somos un país alegre, trasnochador, bonchón, confiado, disoluto, derrochador. Váyase a saber quien nos puede salir de noche.

Ajuridicidad

El país vive en crisis jurídica. Estamos frente al espectáculo lastimero de que toda la legislación positiva se ha quedado atrás, es anticuada para el país de hoy, resulta incompetente para cubrir las necesidades jurídicas de nuestra población.

Nuestro Código Civil regula la propiedad y la posesión tal como eran los conceptos válidos del siglo pasado y, más lejos, como era la realidad que produjo la legislación que a nosotros nos sirvió de fuente. En ese mismo Código encontramos disposiciones en torno al Derecho de Familia realmente incomprensibles y añejas de tiempo. Nuestro Código de Comercio parece, en infinidad de casos, regular las relaciones mercantiles de esos viajeros que entre batalla y batalla de la guerra emancipadora viajaban por los llanos llevando y trayendo mercancías. Nuestro Código Penal no contempla delitos surgidos en la vida moderna. Algunos actos transgresores son castigados con baja penalidad y otros con una excesiva. El Código de Procedimiento Civil, lleno de lapsos intolerables, bajo el signo del proceso escrito, entorpece y a modorra la administración de justicia. El procedimiento penal no es menos latoso y atentatorio contra el reo. La Ley del Trabajo ya no da para más y obreros y patronos claman por una nueva legislación laboral. Nuevas leyes que han salido del horno parlamentario han causado malestar en el cuerpo social y sus disposiciones engorrosas y sus conceptos mal definidos son causa de trabazón y derroche de tiempo y, en general, de efectos contrarios a los perseguidos.

Esta crisis de juridicidad la constatamos, cuando diferentes entes públicos anuncian medidas de excepción violando la Constitución y leyes para afrontar males del cuerpo social. Las disposiciones en torno al tránsito terrestre son la muestra más patética de que el Estado de Derecho anda de basamento cojitranco, porque todo el cuerpo de leyes está carcomido de polillas, de antigüedad, de disposiciones superadas por la actividad social, carcomido también por la indiferencia de quienes han debido producir las nuevas leyes y no lo han hecho.

Vivimos en un Estado de Derecho donde el derecho está muerto. No tenemos un Derecho vivo porque las leyes tienen también edad y las nuestras ya cumplieron su ciclo. Cuando metemos las narices en el paquete de leyes que nos rigen, no encontramos justicia, no respiramos frescura y de nosotros se apodera la desagradable sensación de que aquellos papeles son inútiles, de que solamente hay vacío, de que los venezolanos hemos perdido la esencial garantía jurídica, base de todas las demás garantías.

No es necesario entrar a los claustros de las bibliotecas jurídicas o a las salas de audiencia de los tribunales para respirar el aire de ajuridicidad. Basta con ver la vida cotidiana de los venezolanos, presencias los negocios públicos o privados, detenerse en el comportamiento colectivo de una ciudad, mirar la actividad individual de cualquier parroquiano aquí y acullá en su diario actuar. El Derecho no está presente en la vida diaria de esta nación. Por el contrario, está presente en todos los intersticios de nuestra vida una peligrosa ajuridicidad. Encontramos en todos los órdenes de la vida una tal ausencia de norma competente o la vigencia de una norma impotente y hasta casi ese desacomodo apenas posterior a la aparición del Estado y el Derecho, que uno se asombra de que Venezuela no haya desligado las partes que la forman y se haya desparramado en una erupción anárquica de descontrol demoledor.

En Venezuela escasea la seguridad jurídica. Aún si se llama al magistrado para que interprete la norma y solucione el conflicto, tendrán las partes la convicción de que largo tiempo habrá de esperar y puede que esa espera sea coronada con un exabrupto. Las deficiencias del Poder Judicial venezolano se suman a la amarga calidad de nuestro derecho. El espectáculo es cotidiano. Jueces venales, jueces toreros que esquivan expedientes; jueces que sentencian en una línea despreciando centenares de folios argüidos por un litigante y cargados de doctrina y jurisprudencia; jueces políticos nombrados por un Consejo de la Judicatura donde la militancia política de los candidatos es factor decisorio; jueces anquilosados que jamás han abierto un libro y que no son motivados al estudio organizadamente por nadie. Dentro del cuadro lamentable de nuestro Poder Judicial existen, por supuesto en minoría, los jueces capaces, honestos, valientes, estudiosos. En la República de hoy aún los jueces trabajan temerosos de la inestabilidad. Al existir semejante vacío en la cúpula interpretativa del derecho es menester que campee la inseguridad jurídica.

Nuestro sistema penitenciario puede recordar por momentos la barbarie o los castillos en que los príncipes medievales ejecutaban lentamente a sus prisioneros. Tímidamente a veces entrevemos en las páginas de los diarios que alguien está planteando algunas fórmulas o al menos haciendo un llamado de atención. Hay que construir, sí, nuevas prisiones, pero la solución no va sólo en garantizar decencia al prisionero, sino el desarrollo de nuevas tendencias en cuanto al cumplimiento de la pena por el reo y a la concepción misma de la pena.

La ajuridicidad que carcome la vida venezolana de nuestros tiempos debe ser anotada en primer renglón a la hora de enumerar factores que atentan contra nuestra subsistencia como nación.

La Constitución

Es digno de señalarse como al lado de los festejos y publicaciones por el cumpleaños de la Constitución Nacional, se produjeron las declaraciones más atrabiliarias exigiendo su modificación

Uno se pregunta como en medio de los encendidos elogios a ese texto se colaron decenas de proposiciones para reformarlo. Lo más grave es que la casi unanimidad de esas proposiciones, formuladas por encumbradas figuras, resultaron francamente ridículas. Las cosas que se propusieron pueden engrosar fácilmente una antología del absurdo. Lo menos que puede decirse es que la Constitución del 61 no parece ser tan buena como dicen sus apologistas, si a su cumpleaños siguieron millares de centímetros de informaciones con una larga lista de todas las modificaciones que nuestra élite dirigente, mediocre y anquilosada, considera imprescindibles.

La OCI, por su parte, emprendió la tarea de divulgar la Constitución. Cumpliendo esta tarea este organismo del Estado pudo convertirse en peligroso agente revolucionario. Si este país toma conciencia de las bases de nuestro sistema, de los derechos que nos han sido consagrados y de los principios claves de nuestra estructura jurídica y política, es posible que se produzca un remezón. Tal cosa sucedería de la comparación entre la letra del texto constitucional y la realidad del país. Concluirían que vivimos en medio de la más aberrante hipocresía, nadando en la más gran de las falsedades, sumidos hasta el cuello en un mar de engaños.

Aquella frase sibilina que la Constitución era un librito que servía para cualquier cosa, se ha convertido en nuestro tiempo en otra que podría resumirse diciendo que la Constitución es un librito para dar importancia a las promesas que la democracia formula y que no ha cumplido ni cumplirá. Basta leer la Constitución para darse cuenta de su diaria violación.

He aquí una pequeña lista: la Constitución nos garantiza el derecho a la salud, el derecho a la educación, el derecho de dedicarnos a las ciencias y a las artes, el derecho al trabajo; se nos dice que la familia es la célula fundamental de la sociedad y que el Estado la protege; que el Estado protegerá a la madre y al niño, que el Estado protegerá a toda organización destinada a mejorar la economía popular.

La Constitución asegura que tenemos derecho a una economía fundada en la justicia social, que todos los venezolanos tenemos derecho a la propiedad privada, que el régimen latifundista es contrario al interés social, que los consumidores podemos opinar en torno a la vida económica del país.

La Constitución asegura que los venezolanos podemos elegir a nuestros representantes cuando todos sabemos que los ciudadanos efectuamos en verdad una elección adulterada por las oligarquías partidistas.

La formidable campaña de la OCI se quedó en el derecho que tenemos de obtener respuesta del Estado y de sus funcionarios ante cualquier planteamiento que los ciudadanos hagamos. Bastó con ese ejemplo de derecho incumplido para que todo el mundo se diera cuenta de los peligros de la campaña.

El tránsito como ejemplo

Cuando es necesario pasar por encima del imperio del derecho es evidente que el cuerpo social está enfermo. Cuando para salvar vidas y ordenar una actividad como la del tránsito, es menester romper la juridicidad, puede afirmarse que la colectividad está viviendo en un falso Estado de Derecho o que el cuerpo legal no se ajusta a la realidad social o que es tal la descomposición de la estructura social que ha roto la barrera que separa la sociedad organizada de la sociedad en caos. Podría también colegirse que la coersibilidad de las leyes ha perdido toda su fuerza intrínseca y que es necesario por lo tanto recurrir a medidas extremas para imponer el orden en la actividad humana objeto de las decisiones de derecho administrativo, que son los decretos que regulan el tránsito. Por lo demás, cuando se hace necesario pasar por encima de las normas que el legislador ha establecido para recurrir al acto administrativo, se está corrigiendo necesariamente que el Parlamento es incapaz de dotar al cuerpo social de las normas de su convivencia o que el Parlamento falla ostensiblemente en el cumplimiento de su papel de dotar a la nación de un normativo acorde con las necesidades de la organización social.

No puede negarse que el sentido común exige la aceptación de una medida que tiende a poner orden y a frenar la muerte. Involucra sí un grave precedente porque se establece de manera clara que es necesario violar el ordenamiento jurídico para ordenar una acción de los venezolanos. Se colige necesariamente que este país está llegando a extremos donde el imperio de la ley no permite el funcionamiento normal del cuerpo organizado. Se colige que los venezolanos estamos funcionando mal dentro del Estado de Derecho. La conclusión es tan grave que cualquier asomada contra la institucionalidad puede argüir este fracaso como justificativo. Claro, si dentro del ordenamiento legal vigente los venezolanos no funcionamos correctamente, cualquiera puede afirmar la necesidad de sustituirlo por el imperio de la fuerza.

Advertencia a los partidos

Los partidos políticos venezolanos deben darse cuenta que corren las últimas oportunidades de corregir importantes fallas y vicios y por ende de preservar la democracia o, al contrario, apuntalar esas deficiencias y contribuir definitivamente al deterioro de la misma.

Es importante, desde luego, ganar, pero para ello debe haber elecciones que ganar. Los partidos no han tenido suficiente visión para captar en toda su magnitud el fenómeno eruptivo de peticiones de las comunidades. Frente a la debacle de la mayoría de los Concejos Municipales han surgido manifestaciones comunitarias muy importantes que hasta cierto punto recuerdan las acaecidas en Inglaterra contra el poder local durante la década del sesenta. Esta exigencia de participación va aún más allá del ambiente comunal. Ha llegado hasta las altas esferas por la ineficacia del parlamento para dotar a la nación de un cuerpo de leyes acordes con las exigencias de desarrollo y aún de perfectibilidad del Estado de Derecho, y también por los frecuentes casos de peculado, tráfico de influencias y vicios de todo tipo que corroen a la administración.

El fenómeno de esta exigencia se presenta en el seno de democracias representativas agotadas seriamente, agobiantes por su ineficacia. El fenómeno de exigencia de participación ha sido por ello hecho diario en el seno de la democracia británica. Nuestra corta tradición democrática y la erupción de semejante fenómeno debería motivar a profundas reflexiones a los dirigentes partidistas. Podría concluirse, y así creo que debe hacerse, que en cortos años nuestra democracia ha sufrido un grave y peligroso desgaste que en otros países se ha producido a través de muchísimo más tiempo. La situación es, por ende, más peligrosa entre nosotros y ello tiene una explicación perfectamente localizable. Nuestra democracia es muy imperfecta en el aspecto de su representatividad. En Venezuela no elegimos sino que eligen los partidos. Estos no quieren aflojar tan extraordinario poder, sin percatarse de que el mismo está minando su propia existencia. Lo evidente, es decir, los vicios de la representatividad, aunados a nuestras propias eficiencias para hacer efectiva la democracia, hacen delicada y peligrosa la expectativa de un régimen de libertades públicas.

La democracia participativa no excluye la democracia representativa. Los partidos deberán aceptar el clamor colectivo de mejorar la representación, la forma de producirla y la calidad de los representantes.

Los venezolanos no quieren ser sólo peonada llamada ante las urnas cada cinco años. Los venezolanos sienten que cada día están más lejos de influir sobre los dirigentes, sobre los “decitions makers”, como se les llama en la moderna jerga de las ciencias sociales. Esto conlleva una alienación en el campo de la organización político—social. El cuerpo social deberá buscar los mecanismos para hacer que la gente participe, que esté más cerca de controlar las decisiones vitales.

Este es el reto y los partidos deberán enfrentarlo. No deberán violar su democracia interna a la hora de la escogencia de sus candidatos a representantes. No deberán realizar componendas electorales que se traduzcan en la llegada al Parlamento y a los Concejos de sujetos que luego resultan reos de derecho penal. Deberán hacer sus listas con mucho tino y por encima de pasiones mezquinas y de circunstancias intrascendentes.

Por supuesto que esto es importante pero no lo esencial. Lo esencial será hacer realmente representativa nuestra democracia con todas las reformas que ello implica y luego, y al mismo tiempo, estructurar los mecanismos para hacerla participativa. En ello va la vida misma de los partidos. No creo necesario recordar que las tiranías, como la que puede emerger si no se aplican los correctivos y se dan los pasos necesarios, lo primero que hace es ilegalizar a los partidos cualquiera sea su giro ideológico.

El poder

Leyendo “Yo El Supremo”, de Augusto Roa Bastos, se entra necesariamente a pensar sobre el poder. Dentro de ese cuadro trepidante de El Supremo, manejando haciendas y vidas, dentro de ese universo mágico, dentro de las múltiples emanaciones de este extraordinario libro, uno se plantea una reflexión sobre el poder. Roa Bastos lleva buena parte de su novela en un monólogo íntimo del dictador y en un diálogo casi unilateral también con el escriba que recibe sus decretos supremos. Podríamos decir que allí esta minusválido el intelectual que en nuestros países vióse reducido, un poco por propia voluntad y un poco por las ansias imperativas de salvarse, a servir de alter ego del tirano.

A medida que se lee, se sale del libro, se sale del paraguay y se entra a pensar en nuestros propios gobernantes, en nuestro propio país, en nuestra propia historia, en nuestras propias lacras. Se percibe en el propio rostro una mueca. No se trata sólo de los tiranos. No es sólo Castro tirándose desde una ventana ante el anuncio de un temblor de tierra, o Gómez creyéndose zamarro por dejarle a norteamericanos e ingleses el petróleo para que se lo disputen, neutralizándose unos con otros en el entender “inocente” del hacendado de La Mulera. Roa Bastos hace meditar sobre l poder más allá de los dictadores.

Uno cierra “Yo El Supremo” y se pasea por todos los que se han enriquecido indebidamente con los dineros del Estado. Por la aceptación que la sociedad se apura en brindar a los ladrones considerándoles prósperos comerciantes. Por los jueces venales que no castigan a los peculadores. Por la sensualidad con que los burócratas disfrutan de sus cargos. Por la ineficacia y el desorden, por el combinado de sexo y despilfarro que caracteriza la vida de muchos de quienes encarnan el poder.

Uno revisa mentalmente la lista de quienes han sido ministros y gobernadores y presidentes de Institutos Autónomos y comprueba que es absolutamente indispensable una fuerte dosis de imbecilidad para encarnar el poder en Venezuela. Los brillantes, talentosos y trabajadores, han sido siempre excepción. El poder, en inmenso porcentaje, se reserva en nuestro país a los idiotas. Después que ciertas personalidades han ocupado, por ejemplo, un ministerio, a ningún hombre inteligente le provoca ser titular de ese despacho. Roa Bastos ha novelado la historia paraguaya, el tránsito de un tirano que pudo serlo de cualquiera de nuestras patrias. No hay en su libro consideraciones concretas sobre las cosas que digo, pero se llega irremediablemente a las consideraciones que he ido apuntando. Quizás este libro de Roa Bastos sea un magistral ensayo sobre el poder, sobre los hombres que lo ejercen. Por la magia de su pluma este deicida paraguayo abofetea al lector y lo sumerge en su propia purulencia, la que existe y crece en su propio país.

La tentación de dejar de lado el pesado fardo de las cosas inútiles, honestidad, verdad, justicia, es grande para cualquier venezolano que reflexione. Sólo la solidez de las convicciones y la certeza en el hombre, rompe, volatiliza la inclinación. Muchos han dejado el fardo a un lado. Otros aseveran que este país no vale la pena. escapes falsos ambos que han tentado con mucha fuerza a mucha gente y que son productos legítimos de la tragedia venezolana. Hemos visto como se corrompen los políticos más jóvenes y toman como metas exclusivas de la vida la posesión del carro, de la billetera repleta, del alcohol en exceso y de las mujeres fáciles. Esta élite llamada a suceder en el ejercicio del poder va maracda con lo que ha aprendido es la meta de un político hábil. Para ellos esto es el poder, para ellos está el argumento simple de que siempre ha sido así; el poder no se les ha presentado como la realización personal en el servicio colectivo, como el logro de la identidad en una posición privilegiada para la tarea común. Al fin y al cabo nuestros jóvenes políticos se retratan en quienes han ejercido el poder, en sus dotes de incultura, bravuconería, incapacidad, exceso y cortedad.

El país se solaza en la concepción aceptada del poder. Para los venezolanos dirigentes, el poder se ha convertido en un turno para el aprovechamiento. Por ello no faltan falaces dispuestos a gobernar, ni honestos que no quieran el poder. Ni prevaricadores, ni capaces al margen de los gobiernos. Ni ladrones prestos a lanzarse sobre el erario público, ni lúcidos desesperados por el camino que lleva la república.

Uno confirma con Roa Bastos que la tarea esencial del intelectual es ser conciencia de su tiempo.

Relación de campaña

La campaña electoral se caracterizará por una repetición peligrosa de las viejas ofertas. Ya comenzamos a oír los viejos estribillos de que “ningún niño se quedará sin escuela” o de que “los campesinos serán incorporados plenamente a la vida nacional”. La campaña será vacua. La campaña será reflejo de la pobreza a la que ha arribado nuestra política. La campaña mostrará ese tremendo vacío donde ya gobernar se ha convertido en aperitivo secundario, en plato poco apetitoso, en pesada carga para todos aquellos que entienden del gobierno como un servicio a la república.

La campaña mostrará la mediocridad de la actual élite dirigente. La campaña estará llena de lugares comunes, de consignas gastadas en las que nadie cree. La campaña será copia fiel del carnaval de propaganda de otras campañas. La campaña será una fiesta en una república que no tiene ningún motivo para la juerga.

La campaña contará con la presencia adormilada de la poderosa clase media que se ha alzado en Venezuela como la decididora de elecciones. La campaña será para un país que no cree en programas de gobierno y al cual esos programas le son presentados un mes antes de las elecciones. La campaña será fundamentalmente un juego de cancioncitas pegajosas y un alarde de creatividad de cuñas y afiches.

Los políticos prostituyen a la nación cuando son incapaces de exigirle sacrificios. Nadie se atreve a decir la verdad. La dolorosa verdad de que el país anda mal y que se requerirá un excepcional esfuerzo colectivo para la salvación. Que la presencia del petróleo no nos exime de un sacrificio. Que es menester reconocernos unos a otros y dejarnos de juegos idiotas para ponernos a construir un país que anda todavía sobre los primeros pilotes de su edificación.

Al país se le ofrece bonanza. Nadie le ofrece la digna pobreza del que guarda para el mañana. Al país se le ofrece que el que ofrece garantizará abastecimiento. Nadie le ofrece una vuelta sincera al campo y una medida heroica para tornar a ser una familia decente que encuentra los alimentos sin echar mano a la bolsa millonaria. Al país se le ofrecen villas y castillos, abundancia ilusoria, mercancías a más no poder para saciar el ansia consumista. Nadie le ofrece un reto, un desafío, una idea, una meta, un sueño.

Necesitamos un sueño. Necesitamos avanzar hacia ese sueño. Ya en este país los políticos no sueñan. Ya este país no sueña. Cuando no se sueña se muere.

Necesitamos un reto. A este país hace rato que nadie lo sacude. A este país hace rato que nadie lo emociona. Hace tiempo que este país no se estremece, no vuelve a lo que es en esencia, no se encuentra a sí mismo.

Necesitamos un ideal. Hemos perdido el idealismo de la lucha, la mística, el coraje, el ideal mismo. Como carecemos de ideal carecemos de fuerza. Nadie nos ha planteado una propuesta, un ideal de lo que debemos ser y menos nos ha llegado a las fibras íntimas dándonos un camino.

Necesitamos una meta. Es hora del examen definitivo de las propuestas concretas. El país carece de metas. Vivimos los días sin avanzar hacia una meta.

Necesitamos un desafío. Necesitamos que alguien nos haga una propuesta grandiosa que se avea tan inmensa que concluyamos que la ú8nica manera de alcanzarla es dando todo lo que tenemos, tensando al máximo los músculos del valor y la osadía.

Necesitamos un sueño, un reto, un ideal, una meta, un desafío. No necesitamos carnavales; no necesitamos ofertas mediocres, repetitivas, gastadas; no necesitamos líderes blandengues; no necesitamos una campaña electoral sin ilusiones. De nada nos sirve un país gastándose en una campaña electoral si de allí no sale un país encontrado consigo mismo. Los desgastes positivos son los que se hacen construyendo. El país esta huérfano de esta gran oferta.

Hombres

El observador que emergiera de una cámara aséptica podría afirmar que somos un país mediocre. Comprobaría sí mismo que no somos un país joven. Hemos hecho de esta última premisa algo dogmático. Si bien nuestra población actual es joven, si bien no podemos compararnos con las viejas civilizaciones ni siquiera en el plano de nuestra América pre-colombina, lo cierto es que ya tenemos suficientes siglos de historia como para estarnos regodeando y justificándonos en nuestra juventud. El observador aséptico nos vería como somos, con una tradición histórica larga y compleja a la ignoramos en los más de los casos. Determinaría, sin mucho esfuerzo, que estamos entre los primeros en cuanto a malbaratar el tiempo, a despreciar las oportunidades, a dispendiar los recursos.

Somos un país donde la mediocridad es un condición sine qua nom para alcanzar posiciones en las clases dirigentes. Somos un país de dirección mediocre. La burocracia pública está llena de nulidades. Tenemos escritores que han hecho fama gracias al artificio publicitario y no a la calidad de su obra. En las esferas del capital no hay una clase gerencial brillante. Nuestro parlamento está lleno de insensatos. A la prensa accede mucha gente que no sabe redactar una frase mientras otros con ideas que aportar no compiten por el centimetraje. En suma, somos un país donde tenemos invertidos y trastocados los valores.

Sin embargo estamos lejos de ser un país mediocre. Buscando un poco bajo la superficie engañosa, nos encontramos que tenemos gente talentosa. Pululan por allí escritores que con una oportunidad comenzarían a enviar interesantes originales a las prensas. En el mundo de las finanzas hay gente inteligente condenada al subempleo. Tenemos técnicos –es verdad que en poca cantidad- que se han devanado los sesos especializándose y andan a la caza de una oportunidad. Hay médicos con masters en administración de hospitales que se decían a sus actividades privadas cuando quieren rendir un beneficio al país. Hay por ahí algunos jóvenes científicos doliéndoles el dolor de no recibir un chance para impulsar sus ideas que podrían resultar novedosas y espectaculares. Hay infinidad de jóvenes con talento macerado en el estudio, deseosos de servir pero que no son llamados porque no pertenecen al partido ganador de las últimas elecciones. Son llamados a la administración de los asuntos públicos los que llevan la tarjeta de recomendación o portan el carné partidista del momento, mientras centenares de personas capaces son dejadas de lado por esa única razón.

Ya decir que los boxeadores andan millonarios y los poetas desfallecientes de hambre, es un lugar común del tamaño de una montaña. Sin embargo, el Perogrullo sigue siendo válido para mostrar claramente la jerarquía de valores de la estructura social que soportamos. El cambio de mentalidad que permitiría a los poetas comer o a los capaces arribar a la administración pública, forma parte de un complejo proceso extraño a los actuales dirigentes.

Nos perderemos como nación si en todos los órdenes de nuestra vida sigue campeando la mediocridad. Magro es nuestro futuro si las vías de acceso a la dirección siguen abiertas para los mediocres y cerradas para los capaces. Triste nuestra estructura jurídica y digna de risa la coersibilidad de nuestras leyes si al Congreso sigue llegando tanto papanata y si reciben nombramiento de jueces sólo aquellos cuyos partidos están representados en el Consejo de la Judicatura. Inútiles todos los esfuerzos por mejorar nuestras ciudades si los Concejos Municipales son escenario de la incapacidad encumbrada. Pérdida de tiempo estos años cruciales si en la dirección del Estado venezolano siguen “busca-puestos” de cintura grasosa y mente estrecha. Pobre país en el que debemos mirar a los cuadros dirigentes cada vez que debemos citar malos ejemplos y fallas en la conducta cívica.

Qué el azar repare

Cada día se acentúa más el divorcio entre el país y las élites que dirigen todas las fases de su vida. Cada día más el país se echa a un lado y se muestra menos interesado en las decisiones de sus clases dirigentes. Cada día más el país se acentúa en el escepticismo. Cada día interesa menos el destino colectivo. Cada día más el país se encoge de hombros. Cada día más el país está consciente de su incapacidad para influir en el rumbo nacional.

El país se preocupa cada día menos por lo que habrá de decidirse en torno a cualquier asunto. La decisión es recibida con esa peligrosa apatía de los resignados. El país se siente al margen. El país no confía en sus clases dirigentes, pero la imposibilidad de sacudirse y liberarse le llena de abulia y de apatía, de insensibilidad, de triste conformidad. Estamos llegando a los extremos de que al país casi no le interesa la decisión que se tome, el paso que se dé, la resolución que se adopte, la vía que se escoja.

La impotencia domina a la nación. Hemos acumulado tal carga de errores, de ofertas incumplidas y de mensajes traicionados, que ya la sensación colectiva es la de pesadez, de insuficiencia, de entrega. Bajo los Excmo. BROS yacen las reservas y la potencialidad creadora está obstruida por el polvo recogido en nuestro largo camino.

Ya las decisiones apenas producen reacción. El país parece conteste de que la decisión, cualquier decisión, ya estaba cocinada, tomada, prevista, y hasta ha surgido una especie de preparación defensiva para enfrentarse a sus consecuencias. El país parece asustado cuando la pompa de nuestra clases dirigentes anuncia un pronunciamiento, porque tiene una certeza íntima de que aquel parto causará daño; si deja las cosas como están, la decisión será buena. Jamás habíase visto tal desprecio colectivo, tal cinismo introyectado en la vida de una nación.

Cada quien parece envuelto en una rápida carrera por asegurar el bienestar propio. Cada quien parece interesado en la posibilidad de medrar, de asegurarse. Cada quien está desesperado por prever su propio bienestar, su propia seguridad, ante las contingencias del futuro. Este afán de salvarse, de atrincherarse en lo propio, no puede ser otra cosa que reflejo de profundas dudas sobre el destino de la nación. Al mismo tiempo puede ser confesión de imposibilidad de influir en ese destino, en algunos, y en otros, a los que jamás les ha importado lo que acontezca con el país, la puesta en práctica de esa sibilina sentencia que más o menos significa que lo importante esa salvar el propio pellejo, que los demás verán como salvan el suyo. No hay nada criticable, todo lo contrario, en que cada quien atesore su seguridad. Lo que quiero significar es que este enunciado se ha distorsionado hasta tal extremo que somos testigos de una rapiña por llenar las propias alforjas. Pareciera entonces presente en el subconsciente colectivo ese signo trágico de que vamos a concluir mal. Peor aún, pareciera importar poco que se sucedan los males si ellos nos afectan lo menos posible en lo individual.

El país carece de obreros dispuestos a apartar la pesada carga. Más aún, si esos obreros insurgieran y ofrecieran la mano y el espíritu de obra, podríamos ver el espectáculo de que el país los rechace. Hay tal convencimiento de que cada quien ansía el poder para cohabitar con él, para amancebarse con él, para copular con él, que los obreros salidos de los restos de la dignidad nacional serían confundidos y tachados de demagogos.

Veamos a manera de ejemplo que la opinión nacional está de acuerdo con la importación masiva de alimentos. Sólo pide que los precios sean bajos. Poco importa el hecho en sí, la forma saudita de vida que implica, si podemos colocar los productos en los anaqueles sin afectar mucho nuestros propios presupuestos. A nadie parece importarle que somos una familia atrincherada en el dinero por el cual no hemos sudado, que vivimos una opulencia que cada día nos hace más débiles de espíritu y más faltos de moral y dignidad y carácter.

El país se conforma. El país se relaja. El país vive esa tranquilidad que nos producto de la confianzas sino de la resignación. El país acata las decisiones de sus clases dirigentes no porque las estime correctas sino porque las considera insacudibles. El país no piensa en quitarse de encima sus clases dirigentes en un gran esfuerzo de renovación porque ese esfuerzo ya le es imposible, porque ese esfuerzo ya no le es atractivo, porque ese esfuerzo le parece romántico, utópico, despilfarrador. Más aún, porque le parece que no hay sustitutos y que los sustitutos se embriagarían de una vez en ese aire pesado. contaminado, enfermizo, que envuelve a la república con conceptos equivocados, con incapacidad manifiesta, con ostentación criminal, con abúlica resignación a lo que el azar repare.

La cuota de responsabilidad social

Nadie quiere dar nada. No quiere dar nada el funcionario público que se limita a sacudirse las horas cumpliendo más o menos pasablemente. No quieren dar nada los conductores de autobuses y taxis que violan las normas del tránsito y en una especie de obstinación invariable recorren las calles de nuestras ciudades. No quieren dar nada los políticos que se limitan a mantener posiciones o quizás emplean sus fuerzas en subir un poco más hacia donde las prebendas son mejores. No quieren dar nada los empresarios solamente preocupados por sus ganancias. No quieren dar nada los gremios encerrados en una defensa a ultranza de sus asociados y sus intereses. No quieren dar nada los partidos centrados exclusivamente en intereses egoístas. No quieren dar nada los productores del campo ni los industriales ni los comerciantes. En este país nadie quiere dar nada.

En este país cada quien quiere ser una isla aprovisionada y suficiente. En este país cada quien desea tener el país para sí, que el país le sirva, que el país lo provea, que el país destine sus esfuerzos a engordarle y a ayudarle. En este país se quiere invertir el viejo principio de que cada quien tiene una cuota de responsabilidad social que cumplir. En este país hasta los conceptos más elementales de la sociedad civil son olvidados. Se están olvidando los principios fundamentales de la vida en convivencia. El egoísmo se ha apoderado de la república. Nadie quiere dar nada al país.

El afán de lucro, desmedido y pretendidamente intocable, domina, preside y “machinea” la sociedad venezolana. Cada quien desea para sí todo y nada para el país. Estamos in meros en una carrera desenfrenada por el atesoramiento personal. A cada quien le importa un bledo que sus aspiraciones y los modos de conseguirlas, choquen y dañen los intereses colectivos. A nadie le importa un comino el cuerpo social; nadie siente los cargos de conciencia si sus actos por enriquecerse producen magulladuras a una escuela, a un barrio, a una ciudad, a toda la nación.

Hay gente que construye por encima de la salud de los niños de una escuela vecina. Hay gente que quiere destruir una extensa zona verde para aprovechar del bajo costo de los terrenos. Hay gente que quema y tala para defenestrar a los habitantes naturales del lugar y obtener pingues ganancias. Hay gente que oculta los productos agrícolas porque no se les concede el exceso de beneficio que aspiran, sin importarles la alimentación del país. Hay gente que introduce deliberadamente materias de inferior calidad en sus productos para aumentar el renglón de las ganancias, sin importarles las consecuencias dañinas de desabastecimiento e importaciones sustitutivas y disminución de la productividad. Hay gente que vende sus productos contaminados o deficientes, gente que está en la onda nacional de riqueza a cualquier precio.

Está desenfrenada la clase dirigente de la economía. Está desenfrenada la rapiña contra los dineros del Estado. Hay desenfreno a todos los niveles. Hasta el más pequeño procura a su nivel, pero procura. Especular se ha convertido en norma invariable. Hay que obtener más con menor esfuerzo, es la aspiración nacional. Cada día es menor la preocupación por el país; llegaremos a perder completamente esa preocupación y nos destruiremos unos a otros, o mejor, los poderosos destruirán a los débiles, sin darse cuenta que cavan su propia tumba. Acabaremos destruyendo la república. La república quedará desértica de moral, de principios, de cordura, de solidaridad, de comunión.

Graves taras han crecido a la sombra de la opulencia petrolera. Gravas taras han brotado parásitas del árbol venezolano. Las taras están gordas y continúan engordando a costa de la república. Los vicios se elevan frondosos opacando las virtudes. El atrincheramiento en el propio feudo usando como víctima los intereses nacionales para hacerse próspero, es una señal inequívoca de descomposición. Estamos pasando de la responsabilidad culposa a la responsabilidad intencional en esto de llenarnos con desmedro de los derechos de la comunidad. Ya estamos dejando de ser un país alocado por el boom del engorde para ser un país suicida. En este país nadie quiere cumplir, dar, pagar, su cuopta de responsabilidad social. Más allá, parece olvidarse que existe la obligación de esa cuota, el deber de esa cuota, la ineluctable necesidad de esa cuota. Esa cuota no figura en la lista de urgencias. Parece que los culpables han olvidado que al menos necesitan una república donde clavar las succionadoras.

Si nadie da nada, si nadie aporta nada; si, al contrario, se quiere que la república se dé íntegra como pastizal para todas las depredaciones, nos encontraremos de cahetes chupados, de costillas al aire, de rostro macilento, a la vuelta de poco tiempo. La repúblcia se nutre de las cuotas de sus ciudadanos, del aporte de su gente. Es bueno recordar que la riqueza también desaparecerá. La riqueza desaparecerá al tiempo que se come la carne de la república, porque nada puede sostenerse sin un esqueleto de moral, sin solidez ósea, producto del deseo de vivir juntos, de progresar todos, de salir avantes en solidaridad de propósitos. Hemos olvidado que tenemos un cuerpo común al que hay que cuidar. Tantos han salido y salen del cuerpo común a engolarse en el egoísmo que el esqueleto que sostiene la república se está debilitando peligrosamente.

Sobre la moral

I

El país vive en una moral desvaída. El país transcurre en una rara moral, adaptable a todo. La moral en que vive el país es hipócrita. Todo el cuerpo de normas del espíritu está afectado. Todas las actividades ciudadanas dan ejemplo de que hemos saltado la talanquera, de que hemos abandonado todo tinte moral, de que los venezolanos hemos llegado en nuestro fuero interno a graves conclusiones.

Los venezolanos proclamamos hacia fuera lo que debería ser el patrón de una conducta correcta, pero en nuestro interior nos solazamos en la forma de evadir ese patrón. Los venezolanos tenemos normas morales para proclamarlas hacia la calle y un comportamiento opuesto. A medida que transcurre el tiempo se deteriora, incluso, el afán de la apariencia y cada día importa menos la fachada. Nos estamos sinvergüenzeando hasta tal extremo, que estamos sentando como justos los comportamientos inmorales, que estamos por proclamar la amoralidad como nueva moralidad de la república.

Esta situación confusa de inversión de conceptos, de ruptura de los frenos, de enmarañamientos, no encuentra en un código sustitutivo una salida. Como no existen un planteamiento y una propuesta serios para hacer un país distinto, no existe la oferta de una moralidad centrada en el cambio, en el apartar brusco y decidido de todos los patrones de conducta corruptos, mercantilistas, monetarios, lucrativos, que están haciendo de la república un bazar.

Hay un grave vacío de propuestas en torno al espíritu. Nadie quiere meterse en la intimidad del hombre venezolano a hurgar, a destapar la podredumbre, a descubrir los tejidos cancerosos, a proponer el cambio del hombre por dentro, a poner sobre el tapete de las aspiraciones nacionales una profunda involución sobre sí mismo.

II

Lo que se acepta, aceptado queda. Hemos ido lentamente aceptando el desmoronamiento del sostén moral, permitiendo que la conducta se adecue a las exigencias de una vida basada en el lucro. Los venezolanos, inmersos en las exigencias de la competencia y victoria que la sociedad capitalista nos traza como metas, hemos incluso corrompido lo de por sí corrupto.

Esta sociedad nos exige que compitamos con el prójimo, que rechacemos cualquier solidaridad o comunión con él. Esta sociedad nos exige que seamos unos “triunfadores” a costa de los otros. Pero aún aceptando la competencia y el afán de lucro como objetivos de la vida, este sistema establece linderos, correcciones, afanes a ratos para evitar un desbordamiento de sus propios enunciados. Los venezolanos, aceptada primero esta concepción de la vida, estamos ahora llevándola a situaciones inadmisibles, sembrando la corrupción en una concepción de por sí corrupta. Estamos yendo más allá de lo tolerable por una moral intolerable. La gravedad radica en que habiendo hecho nuestro un código de normas que van contra el hombre, hemos sido tan extraordinariamente aptos para la disolución, que la hemos llevado a los linderos de su maldad intrínseca y por ende más allá de su capacidad de resistencia antisísmica.

III

Nuestras erradas concepciones de la vida se reflejan inmediatamente en el comportamiento político. La organización social tiene los patrones de conducta de los individuos. El Estado refleja los vicios de los ciudadanos. Nos comportamos en conjunto con todas las taras que cada uno de nosotros ha hecho suyas. El cuerpo social está confundido. Las instituciones políticas sienten la sacudida. Nuestra institución política fundamental es, por supuesto, esta república. Esta república está hecha de cada uno de nosotros, contiene dentro de sí el hecho sociológico de la nación que conformamos. Si está deteriorado el fuero interno de los venezolanos, si dentro de nosotros hemos perido la moral, en obvio que la manifestación jurídica de nuestra unión, es decir el Estado, la república, esté en graves peligros.

Estamos en tan delicada situación, hemos llegado tan cerca de los despeñaderos, que debemos detenernos a pensar sobre la supervivencia nacional. Nuestro comportamiento individual y colectivo ha corroído las bases mismas de la república. Hemos estado actuando con tal inconciencia que debemos ocuparnos inmediatamente, que nuestra fundamental preocupación debe ser ahora, la de preservar la existencia misma de la unión.

Las necesidades de la república
I

Tenemos un país y una difícil tarea por delante. No parecemos a la altura de la tarea. Es más, los males se han introyectado de tal manera en nuestras concepciones y por ende en nuestro comportamiento, que primero que toda acción debe estar el convencimiento general de la degradación que hemos sufrido, el conocimiento de nuestro actual estado, la convicción de que hemos equivocado los rumbos.

La nación necesita urgentemente una reflexión profunda. La nación debe meditar sobre sus fallas. El país debe lograr un análisis certero, cierto en toda su crudeza, verídico en toda su crueldad. La república debe comenzar por esa investigación íntima que es necesaria para la elección de correctivos. Tal como lo apuntamos al comienzo de este libro se ha producido una revisión. Sin embargo esa revisión ha sido a ratos forzada, no sincera. Cuando nuestras élites dirigentes han participado en ella, lo han hecho sin convicción, obligados por una tendencia que ha salido fundamentalmente de unos pocos hombres de pensamiento. Es, pues, cierto, que la tarea de análisis ha partido de pocos. No ha cundido la reflexión en el país.

Me temo que el país aún no está consciente de esta revisión impostergable. Aún no se ha logrado la conmoción necesaria para que el país entienda que anda mal, que debe revisar sus patrones de conducta, que debe en consecuencia exigir otra actitud de quienes tienen la responsabilidad de dirigirlo. Las manifestaciones en este sentido han sido aisladas, esporádicas, concretas sobre algo que ha tocado muy de cerca la piel de la comunidad contestataria. El país no está consciente de la gravedad de su momento. La misión esencial de quienes han estado reflexionando sobre la república es crear la angustia general sobre la necesidad de revisión.

La dirigencia del país no ha hecho suyo el llamado a participar en el análisis. El análisis ha sido hecho parcialmente por escritores, intelectuales e, inclusive, por unos pocos políticos que decidieron correr con las consecuencias que sus advertencias ocasionarían. La élite dirigente, culpable en primer grado, participa de la modorra general porque, simplemente, le va muy bien con las cosas como están; no es de su interés primordial comandar una revisión que los señalaría como culpables y que exigiría su remoción. La inteligenztia tampoco ha promovido el autoanálisis. Los intelectuales en general andan ocupados en la caza de prebendas. En la búsqueda de compuertas que den acceso a la fama y al reconocimiento; señalar las purulencias de la república cierra esas puertas. Los intelectuales no han querido entender su tarea de ser conciencia de su tiempo. Nadie que señale estigmas, vicios e inmoralidades en esta república, será objeto de boato oficial o privado. Se han olvidado que es preferible ser un marginal que un agasajado.

En verdad los que se han dedicado a reflexionar sobre la república han sido muy pocos. Muy pocos han escogido la tarea de pensar. Es que pensar ocasiona problemas. Pensar lleva a la reclusión voluntaria y a la ruptura con las oportunidades de la vida. Pensar conlleva al rechazo, la lucidez señalada como locura, al marginamiento de los oropeles de las fiestas que dan los señalados como responsables de nuestro drama.

Debemos hacer pensar a los que tienen capacidad de pensar. Debemos convencer al país de que algo anda mal, de que este comportamiento colectivo lleva en sí tristes presagios. Debemos desenmascarar a los que opinan sobre la república con una “bondad” criminal, con una dejadez que quiere decir que “esto pasa en todas partes”, “que debemos corregir un poco allá y otro pocoa cullá”; esos que convierten las advertencias en “exageraciones de exaltados” y que insisten en que no andamos tan mal y que con unos pequeños correctivos bien aplicados habremos superado lo que para ellos no es crisis sino desajustes pasajeros. Esos no tienen remedio y la única posibilidad con ellos es procurarles el desprecio colectivo. Hay que hacer pensar a los venezolanos capaces que no tienen compromisos, que están incontaminados, que no están atados a las pasiones colectivas. Esos son los venezolanos de los que el país puede creer que verdaderamente es necesaria la revisión.

La única manera de que el país sacuda la modorra que lo aturde es oír un grupo combinado de voces que logren atrapar su confianza. Si la revisión la siente el país como propia, el país buscará salida ante la convicción de que necesita esa salida.

II

Los partidos son responsables en grado sumo de los males de la república. Tienen responsabilidad en los vicios de la representatividad; en la ineficacia del parlamento; en la crisis de los concejos; en la malversación de los fondos públicos; en los vicios del Poder Judicial; en las características de comodidad, facilismo y apatía de los ciudadanos, en todas las cargas y lastres que atenazan al país a su crítica situación.

La única manera es que el país se imponga sobre los partidos. La única posibilidad es que el país wexija el cambio,, lo logre a base de constancia, de rechazos y de premios. Hay que transportar muchas responsabilidades de los partidos a la comunidad. Los partidos no querrán entregar sus privilegios y por eso habrá que arrancárselos. Esta tarea, difícil y compleja, sólo puede emprenderse si el país está concientizado, lúcido, alerta, dispuesto, decidido. Si el país reclama a los partidos la responsabilidad altísima que tiene en los males que lo aquejan, si les reclama y los castiga y exige un comportamiento diferente de los líderes partidistas, si impone nuevos criterios y logra de ellos nuevas decisiones, si se sacude el yugo partidista e impone sobre ellos el yugo del país, habremos comenzado a entrar en el terreno de las acciones concretas.

En este momento se trata de algo muy simple: la salvación de la república sólo puede dársela la república en conjunto. No me refiero a “compromisos históricos” o a alianzas multipartidistas que se traducirían en reparto alocado de cuotas de poder. Me refiero a algo más profundo: a una república consciente de los peligros que la acechan, consciente de la unión que formamos todos nosotros, consciente de ser un cuerpo común, consciente de que su salvación debe encontrarla aún por encima de las élites dirigentes, consciente de los vínculos que nos atan a cada uno de nosotros con los demás, consciente de buscar y de lograr una identidad nacional, conscientes de que somos una unidad y que cada uno de los integrantes de esa unidad debe soldarse en el propósito de salvarla.

La república no puede esperar hombres providenciales. En este proceso reflexivo colectivo brotarán los hombres que sepan interpretar la nación reacomodada, reajustada, impregnada de nuevas fuerzas y de nuevas ambiciones. La nación parirá, descubrirá, concederá el poder sobre las riendas, a quienes estén contestes de su nueva interioridad. La nación no puede esperar a que llegue un hombre o un grupo de hombres a salvarla. Sólo ella puede salvarse a sí misma. Ella producirá de sí misma los que deben interpretar y ejecutar su voluntad. Si la nación no es capaz de este proceso, las conclusiones tienen que ser de extremo pesimismo. Si la nación no es capaz de concientizarse de que hay que regenerar los tejidos, si no es capaz de estos propósitos, pues la república dejará de ser tal y nuestra suerte será decidida por los más audaces, por los más aventureros, siempre por quienes no la aman. Por eso la tarea debe ser la de pensar. Hay urgente necesidad de hombres que se dediquen a pensar.

Cuidado. Nadie pretende eunucos o ascetas retirados a la contemplación. Lo que se pretende es el rompimiento de vínculos que impidan vínculos con la república en búsqueda. Nadie pretende solitarios encerrados; lo que no es posible es servir de motor en la regeneración de la república entregándose en cuerpo y alma a pasiones colectivas sectoriales. El compromiso de pensar no excluye la acción para que la república accione; no excluye intentos parciales para ir reacomodando la república. Marchemos hacia la salvación o hacia la destrucción, se irán produciendo variaciones, la situación no permanecerá siempre igual. Habrá que estar atentos a todos los reacomodos y a todas las posibilidades de influir hacia los caminos correctos. Lo que se exige es que comencemos por estar liberados nosotros mismos; no podríamos ayudar al salto si estuviéramos integrados a alguna barrera o fuéramos parte sustancial de algún contrapeso. Hay una exclusión evidente entre ambas cosas.

III

La nación lleva dentro de sí las posibilidades de su regeneración. Ningún hombre carece de fuerzas interiores para evitar el suicidio. Así mismo, ninguna nación está carente de los mecanismos que le permitan despertar a una vida auténtica. Esta república tiene esperanzas. Hay que saber despertarla. El sueño en las fallas y equivocaciones no puede ser eterno. Hay que inducirla a su transformación interior. Hay que saber interpretarla cuando haya despertado.

La nación no puede inclinarse y caer en los despeñaderos mientras haya entre sus miembros gente que resista. Nos negamos a creer que no tendrán fuerza, que serán arrollados por la caída estrepitosa. Nos negamos a dar por definitivo que la república no tiene salvación. Hay que dar la batalla de resistencia contra el proceso de degradación que vivimos. Primero, resistir. Segundo, alejar del peligro inminente. Tercero, provocar la reflexión. Cuarto, determinar las nuevas metas y propósitos. Quinto, escoger los caminos. Sexto, entregar el liderazgo. Séptimo, avanzar hacia las metas.

La revisión

I

En cambiar un partido por otro en los procesos electorales no está la solución a los males de la nación. ese cambio puede y debe producirse convenientemente al juego de las libertades públicas. Por encima de la alternabilidad den el poder hay que formular grandes planteamientos, grandes propuestas. La primera de ellas, es sin lugar a dudas, la revisión.

Los venezolanos debemos comenzar una gran revisión de nuestra conducta. La revisión debe particularizarse a cada venezolano. Para ello lo primero que hay que enseñar a los ciudadanos es a reflexionar. Dar a cada quien la facultad de voltearse sobre sí mismo para salir rejuvenecido hacia los otros.

El venezolano debe revisar su conducta en familia. El venezolano debe revisar su conducta con los más cercanos sujetos de su trato. El venezolano debe revisar sus relaciones en el área del trabajo con amigos y compañeros. El venezolano debe revisar su conducta diaria en las tareas de la producción. El venezolano debe revisar su tiempo de ocio. El venezolano debe revisar sus propósitos en la vida. El venezolano debe revisar sus relaciones con la naturaleza.

De la revisión saldrá una gran confesión de culpa. De la revisión saldrá necesariamente la vergüenza del comportamiento errado. De la revisión saldrá, aparte de nuestra propia culpa, el señalamiento de los grandes responsables. En la medida que se produzca la verificación interna y se constate la necesidad de ser un hombre nuevo, se producirá la necesidad de transformación radical de nuestra organización social.

De la revisión particular saldrá la conciencia de la situación de injusticia. En la medida en que los venezolanos nos hagamos hombres alertas, menos podrán sobre nosotros los manipuladores que pretenden mantenernos en el servicio de las injusticias. Se pondrá de manifiesto la impostergabilidad de reducirlos, de dominarlos.

Un país que comience por la convicción de revisión en cada uno de sus ciudadanos, que avance en esta revisión particular y pormenorizada, que adquiera certidumbre de sus vicios y equivocaciones, producirá regeneraciones en el tejido del cuerpo social, acentuará su inmunidad ante las enfermedades, se hará solidario y abandonará el egoísmo, estará listo para generar su propia salida, estará disponible para el gran salto en busca de un destino correcto.

II

Mientras no se haya producido este remezón que conllevará a la revisión, ninguna opción será definitiva; ninguna opción podrá arrogarse y menos cumplir como opción válida. Todas las opciones llevan en sí el germen de la realidad nacional, de la realidad de crisis y drama. Todas ellas no harán entonces sino mantener dentro de la inversión actual de valores y dentro de la carencia actual de una apertura, de una salida. No podrá haber depositarios del poder que encarnen esta transformación porque se les habrá exigido, ab initio, adecuarse a exigencias viciadas y erráticas.

Como ya he dicho, la revisión no se originará en el poder. La revisión brotará del país y se impondrá por parte del país a los depositarios del poder. El país habrá alcanzado suficiente fuerza y coraje y convicción para apartar a quienes no quieran adelantar los propósitos adoptados por el cuerpo colectivo.

Mientras tanto el país está imponiendo, en medio de la inconsciencia colectiva, a todo aspirante al poder, moldes y una exigencia de identificación previa con sus taras. El país vicia actualmente toda elección porque todos los optantes caen inmersos dentro de la situación que hay que superar.

No significa la revisión un abandono del proceso político real, actual, inmediato y mediato. Ya hemos dicho que no se quiere ascetas ni encierros en cámara neumáticas. Lo que debe estar claro es el pri9ncipio de que allí no está la salida, aunque ese proceso pueda brindas oportunidades aprovechables y circunstancias utilizables. Si el país sigue pusilánime y dominado por el proceso político real, esperando de él algo que no le puede dar, estaremos bogando hacia el fracaso y no se habrá abierto la alternativa de la salvación nacional.

La definición

El país tiene que definir sus metas. El país tiene que clarificar propósitos. Tenemos viejos planteamientos irresueltos. Tenemos nuevos problemas nacidos al amparo de nuestro crecimiento incontrolado. Hemos vivido tratando de enfrentarlos y, aparte de haber fracasado las más de las veces, nunca hemos tenido claro hacia donde avanzamos. No están trazados los grandes objetivos nacionales.

No están propuestas y buscadas las condiciones básicas. No hemos hecho la obra de infraestructura indispensable al arranque. No hemos delineado las vías de acceso simplemente porque no sabríamos hacia donde delinearlas. Estamos viviendo la vida por vivirla. No hay grandes atracciones que nos llamen y que nos motiven. Hay un gran vacío en la existencia de la república.

El país debe definir lo que quiere ser. Cuando se vive bajo la impronta de las circunstancias y de la improvisación, se anda al garete, navegando en falso, propenso a encallar en cualquier islote. No hay grandes faros que dirijan la navegación de la república. Trazarse las metas y definir los propósitos, plantearlos como un reto a la potencialidad nacional y acular la energía para lanzarse en su búsqueda, es requisito indispensable para zarpar. No se puede zarpar sin saber hacia dónde se va. No se puede tener seguridad si no se sabe ciertamente hacia dónde se marcha.

Hay que definir. La definición implica una ética y una moral. La ética del gran proceso de transformación venezolano debe estar sentado sobre bases sólidas. El cambio implica una moral, una moral sentada sobre al sinceridad y sobre la libertad plena del hombre. Mientras exista una moral hipócrita, una moral para ser violada y no haya ética en el comportamiento y en las actitudes, no podrá haber definición y por ende tampoco punto de partida. Debemos definir claramente las bases de nuestro nuevo trata miento recíproco, de la interrelación entre los ciudadanos de esta república.

La definición implica el trazado y el respeto a una jerarquía de valores. Esa jerarquía debe estar apoyada en el hombre y no en términos mercantiles. Debe ser una jerarquía humana, no una jerarquía del dinero. En la medida en que esto se logre los venezolanos aprenderemos a utilizar la riqueza nacional. El valor deberá estar centrado en las virtudes humanas y no en las cuentas bancarias. Si valorizamos al hombre, el dinero retornará desde su encumbra miento actual como regulador de nuestras existencias hasta un nivel de instrumento para el intercambio y de instrumento para la construcción nacional. En la jerarquía de valores de la república el dinero figura en primer lugar. Debemos bajar el dinero de su majestad omnímoda sobre esta república.

La definición implica patrones de conducta colectiva. Nuevas acepciones para una autoridad que sólo se ejerce contra los desvalidos, mientras tiembla frente a los poderosos. Una autoridad que se sabrá ejercida con propósitos claros y dirigida a la salud común. Unos depositarios de la autoridad que merezcan el respeto. Dentro de la conducta colectiva retornará el orden, el cese del anarquismo que nos corroe, como reflejo de confianza en la administración de la república, en la justicia y en la eficacia. La autoridad no se respeta y se autoprostituye y nos lanzamos desbocadamente en el tránsito y el respeto ha desaparecido de la conducta ciudadana, porque ni la autoridad se ha comportado correctamente ni el orden y el respeto están presentes en el cuerpo social. Definido el código de conducta colectiva, castigadas sus violaciones más allá de la normativa penal, en el ámbito de la aceptación y el rechazo social, la república encontrará la convicción de que sui transcurrir se hace fluido y propenso a la tarea común. La autoridad y el orden y el respeto brotados como deseos de los ciudadanos se tornarán definidos y necesarios a los propósitos nacionales.

La definición implica las metas materiales. Esto es obvio, evidente. Lo que quiero significar es que todas esas áreas han sido contaminadas y necesitará ser adecuadas a la nueva fuerza ético-moral de la república. Que aparte de reorganizarlas para hacerlas efectivas, útiles, deberán programarse al servicio del hombre y dejar de transcurrir en una vida amorfa, convencional, para hacer de ellas riqueza organizada, tranquilidad nacional, muestrario de nuestra eficacia y de nuestro temple. El manejo de la riqueza material, la eficacia y la organización que en ese manejo pongamos, sólo encontrar su norte y su garantía en una república definida en su fuerza interior, en sus patrones de conducta, en sus propósitos y metas. Fallaremos en todas las áreas de la riqueza material, trabajaremos allí con vicios e irregularidades, no sabremos aprovecharla mientras trabajemos sobre ella a tientas.

Constancia de una verdad

Hay que dejar constancia de que la república está frente a un dramático dilema. Tenemos que decidir. Primero que nada alguien deberá hacer entender a la nación que el dilema existe. Que no hay ya términos medios. Sólo extremos. Ya no cabe la posibilidad de distraernos, de ocuparnos temporalmente en otras cosas. No, la decisión que se nos exige es radical. Radical la hizo nuestra falla, nuestra inmoralidad, nuestro botaratismo.

Mantenernos en nuestra actual desidia significará la escogencia del suicidio. Si la nación rechaza las advertencias y continúa entregada al ocio, al bonche, al paterrrolismo, si dejamos seguir pasando el tiempo, si permitimos que los vicios continúen acumulándose, la destrucción llegará irremediablemente.

Escoger la salvación implica un esfuerzo grande. Escoger la salvación implica una decisión que requiere carácter y conciencia. Para destruirse no hace falta coraje., Para destruirnos nos bastará quedarnos quietos. Escoger la salvación implica recoger y aunar las pocas fuerzas que anos quedan, antes de que el fango las cubra y nos sea entonces imposible encontrarlas.

La república está frente a la encrucijada decisoria. Ela país está allí frente a donde se bifurcan los caminos. Tomar el de la destrucción es más fácil porque irnos por allí no requiere preparación previa, arreglos previos, esfuerzos previos. Ha sido, la fiesta que vivimos, tan agradable y disipada, que el cuerpo nos pide continuarla.

El reto es grande. Sacudir la república y obligarla a buscar la salvación requiere de muchas calorías de inteligencia, de valor y de fe. Debemos mantenernos en la fe de que la república es salvable. Apuntalar los esfuerzos iniciales que ya se están manifestando. Recargarnos nosotros mismos en las fuentes de la sabiduría y la cordura, en las fuentes del amor y la esperanza, en las fuentes de la virilidad y del temple.

Que estamos frente a la gran encrucijada, frente al más grande reto, frente a una decisión donde nos jugamos la existencia misma, son cosas que algunos hombres debemos decir aunque sobre nosotros recaigan los más terribles epítetos y se nos señale con las más grandes ofensas.