Por Ricardo Viscardi
La celebración de una efemérides rotulada con figuras del núcleo familiar asciende en popularidad, difusión e incorporación en las costumbres. Esta popularidad creciente contrasta con el declive aparentemente irrefrenable de la familia nuclear que debiera cristalizar, de forma indeleble, esos sentimientos tan ampliamente compartidos. Algunos de los índices estadísticos anuales han destacado la relación negativa del matrimonio, relación clave de la estructura familiar nuclear, con relación a su contrario, el divorcio. Más divorcios que matrimonios por año[1], al menos en algunos años, nos dice que la celebración de las sempiternas figuras familiares está lejos de corresponder a una eternidad de los lugares que ocupan, efectivamente existentes, en las relaciones familiares.

Se impone entonces contrario sensu de la costumbre, pero en consonancia con la lucidez, presentar la hipótesis adversa al sentido común: el declive de ciertos roles en el registro de las costumbres gobierna el apego a las figuras tradicionales de la estampa familiar. Sin embargo, orientadora en mayor medida que la obviedad de una celebración popular, esta hipótesis entra en contradicción con la tendencia del propio acontecimiento. Esta efemérides sui generis presenta una curiosa asimetría. Mientras se celebran las figuras adultas de padres y abuelos, no tienen lugar las infantiles de hijos e hijas. La vaga sospecha de un día del niño, de impronta borrosa, se asocia inmediatamente con la ONU o una ong especializada[2]. Queda cerca del día de la secretaria, con recordatorio de agenda y sospecha de seducción interesada.

Por otro lado, la figura del esposo y de la esposa, roles intrínsecos a la condición familiar que supuestamente se consagra con fechas puntuales, brillan por su ausencia. Hay roles supermarcados y roles faltantes, en esa efemérides familiar que tampoco tiene antecedentes en nuestras costumbres, a no ser los que se afianzan de algunos años a esta parte. No se trata por cierto, de festividades milenarias, sino de una promoción que cunde a través del marketing. Es de sospechar que el mercado, con su pantalla y red encuestadora, en tanto “test perpetuo de la presencia del sujeto a sus objetos”[3], esté constatando las preferencias de índole familiar.

Tal sospecha se confirma si tenemos en cuenta que esta efemérides inscripta subrepticiamente entre las fechas religiosas y nacionales no ha sido instalada ni propiciada por estas últimas, sino por los medios de comunicación comerciales y las firmas que los financian. ¿Debiéramos entonces esperar del marketing que nos ilustre con relación a nuestras inclinaciones familiares contemporáneas? Recuerdo respecto a tal criterio de conocimiento por el marketing, una luminosa frase de mi recordado amigo Pablo Astiazarán, en clase de Teoría de la Comunicación Social, que repito de memoria y bajo forma de aproximación: “Se piensa que por el marketing se puede llegar a medir adonde va el mercado, el problema es que el mercado no está hecho para saber”. El saber, como el interés, tienen su ámbito y su orientación, por más que lo uno y lo otro no sean estáticos ni estereotipados. Fuera de un equilibrio que la caracteriza, cualquier actividad pierde su condición propia. Ninguno de nosotros va a un supermercado para ganar sabiduría conceptual. Nadie va a un centro de estudios a satisfacer las necesidades hogareñas. Sin embargo, el marketing sabe más sobre nuestras necesidades familiares, por lo que se ve, que las religiones y el Estado-nación, ya que el mercado guía, por encima de las instituciones magistrales, la efemérides correspondiente.

Lo anterior no supone que las figuras familiares sean objetos de consumo, sino que el mercado las marca según su propia ley del valor: la circulación mercantil generalizada. No está de más recordar que el valor de una mercancía se establece, en el criterio marxista, por el régimen de su equivalencia general en el mercado, es decir, aquellas cantidades de otras mercancías por las que podemos cambiarla en un régimen de circulación generalizada de bienes. Para ese criterio del valor, no cuenta cuanto vale cada mercancía en sí misma (valor de uso), sino por cuanto valor equivalente de otras puede cambiarla (valor de cambio). Por consiguiente, lo que el marketing quiere marcar es cuánto se puede mercar en el quantum del mercado.

El supermarcado de las preferencias por el aparato estadístico da amplio pábulo a la preeminencia del pasado familiar, sólidamente anclado en la memoria individual, por sobre el azaroso porvenir de sentimientos y descendencia. El supermarcado y los faltantes se vinculan de forma sugestiva con el supermercado, en tanto éste último culmina la fatalidad de una necesidad imperiosa y generalizada: hay personas sin hijos y sin cónyuge o pareja, no los hay sin padres ni abuelos. Todos tenemos un origen, pero no sabemos que nos deparará el destino.

Por consiguiente, las figuras familiares supermarcadas son un efecto del supermercado, en cuanto éste exhibe la capacidad de recoger y transmitir las informaciones relativas a su propia reproducción, vinculada ante todo a las preferencias de los consumidores. Los consumidores no saben lo que quieren, pero el marketing está dispuesto a darles una razón generalizada: la del mayor número.

Sin embargo, ésta ya existía desde la generalización del mercado capitalista, de forma que lo que constituye la nota característica de la efemérides mercadocrática es que ésta corresponde a la posibilidad de totalización informativa de la opinión, en términos de oferta y demanda. El mercado que es compulsado a distancia por un procedimiento de medición supone el supermarcado, el perfil de una figura de sumatoria. Esta figura a distancia dista, ante todo, de estar ausente, corresponde al vínculo artificialmente creado en aras de configurar una composición de lugar total del mercado, un no-lugar[4], un supermarcado del supermercado.

Este supermarcado viene incorporado en el ticket de caja, con un saludo de la cajera a su nombre de pila. Podríamos apilar esos nombres en montoncitos concienzudamente clasificados “Mirna”, “Clara”, “Eloísa”, que ninguno de ellos nos daría ejemplo de otra cosa que el “ahora y aquí” del cobro/pago. No podríamos seguir la huella de esos nombres más allá del carro al que vuelven las bolsas de plástico, destinadas, como los nombres, a ser recicladas por “clasificadores”, subsidiarios, bajo estirpe humana, de la máquina que es, en sí misma, efecto de la suposición humana. El marcado le ha ganado al mercado, pero no por un plus de plusvalía, sino por un hiper de hipermarcado. Ese Súper, super de los súperes, es la virtualidad, que nunca quiso decir otra cosa que “gran potencialidad”[5].

Ahora, esa “gran potencialidad” parece merecer un día propio, bajo la figura del “día del padre”. ¿Es este “padre” el titular de tal virtud de realidad, o por el contrario, el fantasma inevitable del consumidor compulsivo? ¿Homenajeamos al hacedor de supermercados o al supermarcado de caja, que confía su código de tarjeta al más allá telemático del cartelito “sonría, lo estamos filmando”? ¿Nos inclinamos ante un gran poder de procreación o ante un gran medio de pago? ¿Tal medio de pago no se habrá independizado para siempre del pagador y éste no significará, desde ahora, sino un mero dato del Todomercado-Todomarcado, ante el cual el Super-yo freudiano da para llorar de ternura? ¿El Padre Eterno no será el único símil, aunque atávico y descaecido, de tal Hiperreal que se sitúa por encima y por afuera de todo y todos, al tiempo de un imponderable impulso que, a lo Leibniz, “inclina sin necesitar”?

Si el Supermarcado fuera tal Padre Eterno, no se entiende porqué adolece de nula posteridad. ¿No era por el contrario el día del Hijo la celebración principal de nuestro calendario tradicional? ¿Porqué esa Navidad con misa de gallo (después del nacimiento), con un pesebre que contenía lo natural y los sobrenatural, Reyes y estrella-guía incluidos, tiende a ser suplantada por un viejo venido del frío, que parece cada vez más encarnado por el vino del marginal entre cartones? ¿No se tratará ante todo de una trivialidad que se resuelve a fin de cuentas en un estado de cuenta, que no tiene festividades ni feriados a lo largo del tiempo, como no sea la propaganda que viene ensobrada aprovechando el Más Allá de la fecha de vencimiento?

La Sagrada Familia, con su Buey Labrador (el símbolo de José, el padre humano) era el acaecimiento humano de un orden mediador, con relación a un único principio en el Más Allá. Para que hubiera lo uno (la mediación) y lo otro (su Sujeto-Objeto de tal mediación), era necesario que la mediación tuviera un límite infranqueable, que constituía, por encima del sentido humano posible, la propia razón de ser de este último (interpretar el Más Allá). La mediación, obra de un intento de equilibrio con el principio supérstite, vino a ser suplantada por el Medio Total (Mc Luhan), que necesita para llegar a la liquidez absoluta (sistema monético-generalizado del valor de cambio), liquidar al Creador. Luego, con éste, liquida a su faz visible en la tierra, el bueno de José labrador.

Nos queda por lo tanto, un padre de ocasión. Un remedo de intérprete (del designio superior) bajo forma de buen pagador. Difícilmente tal conciencia financiera tenga un verdadero impulso genitor, una irradiación fecunda. Su posición de padre, protética y de segunda mano, no da para un “día del Hijo”, porque hasta su posteridad no llegará, de su legado, sino una gran colección de estados de cuenta.

[1]« La cantidad de divorcios supera a los casamientos en Uruguay », Clarín http://www.clarin.com/diario/2005/01/17/um/m-905736.htm
[2] La búsqueda al respecto rindió frutos desde el primer sitio que visitamos : http://homepages.mty.itesm.mx/al783486/Diadelninio2.html
[3] Baudrillard, J. (1988) El otro por sí mismo, Anagrama, Barcelona, p.9.
[4] En el sentido estricto que le da Augé de transacción a distancia (inclusive consigo mismo), ver Augé, M. (1994) Los « no lugares». Espacios del anonimato, Gedisa, Barcelona, pp.84-85.
[5] La misma raíz latina ilustra a « viril », « virtud » y « virtual », ver Corominas, J. (1987) Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid, p.608.

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