Marina Ayala

Hasta ahora pareciera que nos aproximamos a una elección que ha sido desde todo punto de vista una fuente de angustia. Del lado de los arbitrarios gobernantes porque a su antojo impugnan candidatos, prohíben o torpedean la inscripción de los votantes, entorpecen las campañas de los que adversan y restringen los medios de comunicación. Del lado de la oposición por sus múltiples dificultades para llegar a un acuerdo unitario en un candidato. Ha sido un camino largo y repleto de obstáculos sorpresivos. De sobresalto en sobresalto de repente aparece un hombre mesurado y razonable que no encuentra trampas en su camino. Es elegido por unanimidad y poco a poco está recibiendo más apoyo de pequeños grupos organizados de la sociedad civil.

Aunque sabemos que no hay garantías, no puede haberlas, ya hicimos nuestra gran elección y de alguna u otra forma no somos los mismos. La determinación por acudir a las urnas, el día que nos dejen, es decisivo. Pareciera que se ha vuelto a la racionalidad de la política desde la cual podemos luchar y organizar. Somos efecto de nuestras elecciones, salimos del aventurismo de alto impacto emocional, a la tranquilidad del verdadero diálogo y acuerdo entre nosotros; la única forma que tenemos para entendernos y conciliar. Si logramos revertir este sistema de oprobios nos tocará un largo y difícil período de transición en la que se van a destapar los horrores que han cometido tantos políticos corruptos. Viviremos, entonces, la etapa del espanto.

Será el deseo de la mayoría en plena realización. El deseo que brota producto de la elección y en la que nos manifestamos como sujetos, sabremos a ciencia cierta que se puede después de tanto tiempo invadidos por el discurso de impotencia. Líderes emocionales que jugaron con hacer de las personas masas obedientes, que le torcieron el brazo a nuestra verdadera humanidad, que trataron de reducirnos a objetos para ellos solos dominar el destino colectivo. Es que ellos tampoco poseían garantías, no fueron ni eran elegidos por un ser superior que no se equivoca. No pueden ni recibieron nunca el mandato de colocarse fuera de las leyes. No podían vivir eternamente sin discursos, sin significados, sin ser efectos del encadenamiento del sentido.

Desde que Adán estaba en el paraíso recibe de parte de Dios una prohibición, lo introduce en la ley que no pone en juego al deseo. Allí Adán debe elegir y con ello elegir su responsabilidad subjetiva. Estas historias que hemos escrito para explicar los orígenes deben ser leídas con toda la fuerza que posee la simbología. Está comenzando el hombre a ser hombre y lo hace a través de una elección. Mientras se permanece en la ignominia de la incapacidad de elegir se nos está prohibiendo la posibilidad de ser. Se nos prohíbe la posibilidad de la libertad, el quedar solos ante la ley con nuestra propia responsabilidad. Esa es, ni mas ni menos, la elección que tenemos en juego. Esta elección que nos puede llevar al éxito o al fracaso es por ello angustiosa.

De tanto prohibirnos nos condujeron a una elección por la firme decisión política. La mejor decisión posible a mi entender, la consensuada. Se levanta la voz freudiana de la necesidad de la renuncia y la obligatoriedad de la sumisión al deber. La renuncia del aventurismo por el calmado razonamiento. La renuncia de las pasiones por la aceptación de la ley. La ley que nos demanda el deseo y que nos aparta del yugo del que se cree santo, elegido para una misión de esclavitud.

El acto de elegir nos hace humanos y nos aparta de la locura.