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Hoy todos creemos saber lo que es una democracia, pero la palabra “democracia” no es un término nada claro. Con él se han autodenominado durante los últimos trescientos años sistemas de gobierno tan diversos como los sistemas parlamentarios de Inglaterra, Francia o Estados Unidos, y sistemas comunistas de la antigua Europa del Este o unipartidistas del Norte de Africa. Esto es así porque cada ideología política toma de la democracia aquellos elementos que le resultan más compatibles y beneficiosos para hacer, de este modo, más aceptables sus imperativos fundamentales, y presentarse a sí misma como un todo autoconsistente y lógico.

Si nos remontamos a los ideales de la democracia clásica surgida en el horizonte griego del siglo IV a.n.e., el término “democracia” parece tener asociadas una serie de ideas generales no todas lógicamente conectadas:

 

1. el imperio de la ley.

2. una justificación legalista del poder.

3. la supremacía de lo general.

4. la generalización de los derechos a todos los individuos.

5. la necesidad del consentimiento de los gobernados como sustento de la legitimidad política.

6. el valor del individuo como entidad racional y moralmente autosuficiente.

 

Sobre el orden de estos principios hablaremos más adelante.

 

Primero constatemos que ninguna democracia real e histórica ha conseguido desarrollar todos estos elementos al mismo nivel y armónicamente interconectados entre sí. Ni la democracia antigua sustentada en el sistema de sorteo de cargos entre ciudadanos, ni las modernas democracias contractuales, pasando por las más recientes democracias radicales, pluralistas, elitistas, o parlamentarias de nuestro tiempo, han podido interconectar estos principios generales sin subordinarlos a contextos paralelos que limitan el ejercicio final de estas ideas. La dialéctica entre lo general y lo individual, o la necesidad de crecimiento impulsado por una determinada ideología económica, han resultado ser aliados poco eficientes de la dinámica democrática desde sus orígenes. El resultado final siempre ha sido el mismo: la democracia se desea pero no se alcanza como consecuencia de algún obstáculo que postpone su realización plena para tiempos mejores. En su lugar, desde el siglo XVIII, asumimos la representatividad, herencia del liberalismo moderno, como mal necesario esperando que los gobiernos y los partidos políticos se responsabilicen de sus actos ante los ciudadanos electores que sustentan la legitimidad formal última del sistema.

 

Todo ello resultaba coherente en el marco de los estados nacionales soberanos cuyas fronteras salvaguardaban y reglamentaban jurídicamente la interacción con los demás estados soberanos vecinos. Pero ¿qué ocurre en ausencia de estos límites nacionales? El consentimiento y la representatividad política ya no son una solución parcial al problema de la eficiencia democrática, sino que se desvirtúan convirtiéndose en una carta blanca para la aplicación de sistemas socio-económicos de difícil justificación política más allá del creciente y efectivo criterio del beneficio y el privilegio exclusivo. Las sociedades del bienestar se muestran ahora como el resultado de una pugna económica desigual en la que los ganadores alcanzan el bienestar y la riqueza a costa de no respetar ninguna regla en su desarrollo económico fuera de sus fronteras. Esa misma ganancia menor que nos ha mantenido seguros y desconectados políticamente en nuestros sillones frente al televisor disfrutando de nuestro tiempo de ocio ganado merecidamente. Porque lejos de la supremacía de lo general en el orden político, las actuales democracias globales aseguran el sostenimiento de un contexto de mercado unificado que aspira a un beneficio creciente insostenible cada vez más difícil de mantener a costa de otros.

¿Se trata, pues, de volver a recuperar los límites nacionales para resolver el problema inmediato? No es tan sencillo volver atrás, y nada nos garantiza la impunidad de nuestros mercados globales sostenidos sobre una desigualdad distributiva. La globalización del capital y del tránsito de personas entre los paises desarrollados, ha demostrado potencialidades para construir un mundo más cercano gracias al uso de tecnologías de comunicación globales y de transportes más efectivos. Pero ha puesto al mismo tiempo de manifiesto que nuestros modelos políticos de consentimiento y representación carecen de efectividad y generan más dilemas que los que generaba la democracia antigua en sus orígenes. Tal vez sea el momento de manifestar nuestro interés y nuestra voluntad por llevar a cabo una redistribución global más efectiva de los recursos de que disponemos y con ello aspirar a una forma de autogobierno más consecuente con nuestras posibilidades tecnológicas. No basta con manifestar nuestro descontento al tiempo que esperamos mantener nuestros privilegios históricos. ¿Por qué seguir hablando de tres mundos, cuando realmente sólo hay uno? Es el momento de dar un nuevo primer paso hacia esa antigua idea democrática y alterar el orden de las ideas implícitas en esta forma de gobierno que tanto anhelamos:

 

1. la generalización de los derechos a todos los individuos.

2. el valor del individuo como entidad racional y moralmente autosuficiente.

3. la supremacía de lo general.

4. el imperio de la ley.

5. la necesidad de la implicación de los gobernados como sustento de la legitimidad política.

6. una administración legalista del poder.

 

Con este nuevo orden de principios, el ideal democrático se reestructura de forma más acorde con los tiempos globales en que vivimos, pero lo que abre un amplio horizonte político de la práctica democrática en el siglo XXI son las correcciones realizadas en las últimas dos ideas: solamente a través de una necesaria y creciente implicación progresiva de los ciudadanos en las tareas de gobierno se puede hacer posible que nuestro sistema de representación partidista se transforme en un sistema de adminsitración efectiva de la voluntad general que haga innecesaria una justificación del poder. Hemos creado una clase política para hacer efectivo parcialmente el ideal democrático, y es tiempo de meditar acerca del obstáculo que suponen las élites políticas y los partidos –verdaderos clubs ideológicos– en la transición hacia una realización más efectiva de la idea de democracia global.

 

LECTURAS RECOMENDADAS

Moses I. FINLEY: El nacimiento de la política, Barcelona: Ed. Crítica, 1986.

Barbara GOODWIN: El uso de las ideas políticas, Barcelona: Ed. Península, 1993.