por José Ochoa Gil | ALICANTE

Durante la última década hemos sufrido una gran embestida contra los valores éticos que ha desembocado en un nihilismo moral como fundamento de una democracia que no quiere admitir valor alguno, ni introducir ningún dogmatismo ajeno a su naturaleza.

En el actual régimen político español muchos en lo único que creen es en la conveniencia de no creer en nada. El modelo de hombre político ha pasado a ser el de un personaje sin convicciones, ágil, ligero de ideas, liberado de todo condicionamiento de la verdad como límite y contenido de sus decisiones, sin escrúpulos morales que le impidan cambiar el color de su piel conforme a las situaciones que se vayan sucediendo. Es el ‘hombre camaleón’ que se adapta a todo con tal de sobrevivir en la detentación del poder político.

Se ha hecho de la soberanía tiránica de la mayoría el escudo protector de una supuesta libertad que degenera en abuso cuando entra en contradicción con la verdad, supremo valor ético. Vista de ese modo negativo, la verdad representa un peligro para la libertad, pues señala una frontera infranqueable que recorta sus alas. El modelo perfecto de este ‘hombre político’, creado por la actual situación democrática en nuestro país, es Pilatos. Pregunta al Dios hecho hombre: «¿Qué es la verdad?», pero no espera contestación, sino que se dirige a la multitud para que decida con su voto la respuesta. Expresa con esta maniobra el necesario escepticismo del político, que ha de ser desconfiado, incrédulo, indiferente y frío. Su credo es no creer en nada: ni en la verdad, ni en la justicia. El perfecto demócrata debe encogerse de hombros – o lavarse las manos, cual Pilatos del siglo XXI- ante la búsqueda de lo verdadero y de lo justo, y trasladarle el problema a la mayoría, que se convierte así en definidora de la verdad y de la justicia. Esa es la democracia vacía que, desgraciadamente, se ha impuesto en España en los últimos años. A los Pilatos actuales, que obran con pulcra exquisitez democrática apelando al voto de la mayoría para condenar al inocente, sin remilgos morales de níngún tipo, no les importa realmente que vivan o sean ejecutados los inocentes. Como no existe más verdad que la de la mayoría, carece de sentido preguntarse si la decisión, tomada por el simple recuento de votos en un sentido u otro, es justa o injusta. Para condenar al inocente, menospreciar la dignidad del hombre, utilizar en beneficio propio las posibilidades inmensas del poder, acabar con la vida intrauterina de un ser humano, o privarle de sus derechos inalienables -aquellos que le pertenecen por su condición de hombre- tan sólo hace falta contar con el beneplácito mayoritario, es decir, tener apoyos suficientes.

Se siente una sacudida interior de rebeldía ante una forma de entender la democracia que convierte el principio mayoritario en fuente de verdad y de bien. Que la mayoría de votos legitima para alcanzar la titularidad del poder está fuera de toda duda o debate. Pero pretender transformar esa mayoría en fuente de verdad y de justicia significa conceder a la mayoría una prerrogativa que no tiene y dejar libre el camino de los gobernantes hacia la arbitrariedad y el atropello. No es la mayoría de votos de que dos y dos suman siete, la que nos garantiza el acierto de esa operación matemática, sino que la verdad de que dos mas dos suman cuatro, nos preserva de la utilización caprichosa y arbitraria de la libertad de voto, que se rompería si, aún en coincidencia mayoritaria, nos apartásemos de esa verdad e impusiéramos el error, apoyándonos en una votación mayoritaria.

No es la libertad la que define la verdad sino, al contrario, la verdad quien garantiza nuestra libertad. No existe mayor esclavitud que adherirse a lo falso en vez de reconocer lo verdadero. El poder político legitimado por la mayoría, sin la sal de la verdad, con el simple transcurso del tiempo se corrompe y cría gusanos: ya no puede ser el sustento de la democracia sino sólo la carnaza de esos voraces depredadores que encuentran su placer y mantienen su vida en la podredumbre y en la corrupción. Finalmente hasta ellos mismos se hacen basura y desaparecen.