por Josetxo Beriain

(Universidad Pública de Navarra)

“El hombre es un animal loco (que comienza por ser loco) y que precisamente por ello llega a ser o puede llegar a ser racional”.

Cornelius Castoriadis

“En realidad quien vive en este “mundo” (entendido en el sentido cristiano) no puede experimentar en sí nada más que la lucha entre una pluralidad de secuencias de valores, cada una de las cuales, considerada por sí misma, parece capaz de vincular con la divinidad. Él debe elegir a cuáles de estos dioses quiere y debe servir, cuándo a uno y cuándo al otro. Entonces terminará encontrándose siempre en lucha con alguno de los otros dioses de este mundo, y ante todo siempre estará lejos del Dios del cristianismo (más que de ningún otro, de aquél Dios que fuera anunciado en el Sermón de la Montaña)”.

Max Weber

“Interrupción, incoherencia, sorpresa, son las condiciones ordinarias de nuestra vida. Incluso se han convertido en necesidades reales para muchas personas cuyas mentes no son ya alimentadas sino por cambios súbitos y estímulos renovados constantemente. Ya no podemos con nada que dure. Ya no sabemos cómo hacer fructífero el tedio… Por tanto, la pregunta completa sería: ¿Puede la mente humana dominar lo que la mente humana ha hecho? Paul Valery “Una sociedad autónoma, una sociedad verdaderamente democrática, es una sociedad que cuestiona todo lo que es pre-dado y por la misma razón libera la creación de nuevos significados. En tal sociedad todos los individuos son libres para crear los significados que deseen para sus vidas”.

Cornelius Castoriadis

Muchas son ya las interpretaciones, los autores y las páginas vertidas, que tratan de arrojar luz sobre la naturaleza de lo moderno o de la modernidad, sin embargo, no existe una saturación de claves interpretativas puesto que la propia modernidad invita a trascender constantemente lo dado, la novedad ya vieja, hacia lo otro de lo ya dado, y es aquí donde mejor podemos situar el esfuerzo de un autor, Cornelius Castoriadis (19221997), para comprender el significado de lo que hacemos y, por qué no decirlo también, de aquello que dejamos o no podemos hacer.

El punto de partida de Castoriadis es bastante diferente a los que ya conocemos, entre los que destacamos: las representaciones colectivas de Durkheim, los sentidos subjetivamente mentados de Weber, las relaciones de producción de Marx, la razón comunicativa de Habermas, la diferenciación funcional de Luhmann, etc. La realidad sobre la que construye su argumentación Castoriadis es el imaginario social (1), concepto poco conocido, más bien desconocido, en el ámbito sociológico, pero, de indudable versatilidad y profundidad orientado a la comprensión de las sociedades modernas. En este trabajo voy a develar, en primer lugar, el significado del concepto de Imaginario social; en segundo lugar, voy a tematizar cómo se produce y reproduce la sociedad; en tercer lugar, analizaré cuáles son las principales significaciones sociales imaginarias en plural –dioses, progreso, desarrollo, autopreservación- que están a la base de nuestras actuaciones; en cuarto lugar, nos detendremos en la deconstrucción de un concepto de modernidad un tanto canonizado como un concepto omniabarcante, que nace en Europa occidental en el siglo XVII y que ha sido el original del que se han sacado copias a lo largo del mundo, frente al que propongo el concepto de “modernidades múltiples” (Weber y Eisenstadt) que desarrollan el programa cultural y político de la modernidad en muchas civilizaciones, en sus propios términos; y, en quinto lugar analizaré los valores propios y las antinomias del imaginario social moderno: la contingencia, el riesgo y la ambivalencia, valorando las perspectivas de otros pensadores como Bauman y Luhmann.

1. El punto de partida: el imaginario social

Vamos a explicar qué es el imaginario, algo que en principio no conocemos, a través de

otros conceptos que nos son familiares. Lo simbólico y lo imaginario van juntos. Lo

imaginario debe utilizar lo simbólico, no sólo para “expresarse”, lo cual es evidente,

sino para “existir”, para pasar de lo virtual a cualquier otra cosa más. El delirio más

elaborado, como el fantasma más secreto y más vago, están hechos de “imágenes”, pero

estas imágenes están ahí como representantes de otra cosa, tienen, pues, una función

simbólica. Consideremos el ejemplo de un tótem que funge como símbolo de

identificación tribal, en el se muestra lo accesible a la percepción sensible como son las

inscripciones de animales o plantas realizadas en madera, pero también connota aquello

a lo cual remiten tales inscripciones, el Dios de la tribu, la esfera de lo sagrado.

Tenemos aquí una interesante complementariedad entre la inmanencia de la inscripción

en madera que remite a la trascendencia de una alteridad imaginaria. Esta no puede

presentarse en cuanto tal, es decir, precisa del concurso imprescindible del símbolo,

pero éste no sería más que un mero nombre o una mera inscripción sin ese otro portador

del sentido que es el imaginario (2). En el totemismo se revela que un símbolo “elemental” es, al mismo tiempo, principio de organización del mundo y fundamento de la existencia de la tribu y no por otra razón que su “fuerza” imaginal.

¿Por qué es en lo imaginario en lo que una sociedad debe buscar el complemento

necesario de su orden y de su autorepresentación, en definitiva de su ser?. Otro ejemplo,

tomado esta vez de la religión mosaica, nos va a servir para responder a esta pregunta.

Toda religión está centrada sobre un imaginario y la religión mosaica especialmente.

Hace 5000 años, entre los ríos Tigris y Eufrates, vagaban una serie de tribus de pastores

nómadas, de hecho, Abraham antes del mandato dispensado por Dios, estricto sensu,

era un henoteísta, es decir, alguien que adoraba al dios del lugar, no a un Dios con

vocación universalista y, por tanto, supratribal. Pues bien, tales tribus elevaron una

significación imaginaria al cielo a la que denominaron JHWH y desde entonces está

determinando el modo de vida de todos los colectivos en los que está presente de alguna

manera. Fijémonos sólo en la “encarnación” de tal imaginario en el ritmo social de

actividades pautado por el tiempo, en la sacralización de la semana, en el significado de

la sabbath, el séptimo día.

En cada sociedad y en cada cultura hay un imaginario radical, algo así como un

conjunto de significaciones sociales centrales –la cólera de Dios en JHWH o el amor de

Dios en Jesús de Nazaret- que después se objetivan en diferentes enclaves, por ejemplo,

un icono, objeto simbólico de un imaginario, que está investido de trascendencia para

los fieles que lo veneran, o una bandera, símbolo con función racional, signo de

reconocimiento y de reunión, que se convierte rápidamente en aquello por lo cual puede

y debe perderse la vida y en aquello que da escalofríos a lo largo de la columna

vertebral a los patriotas que miran pasar un desfile militar. En muchos casos, y de forma

equivocada, se afirma que lo imaginario no juega un papel en una institución porque

hay problemas “reales” que los hombres no llegan a resolver, pero, esto no es cierto,

porque, por un lado, los hombres no llegan precisamente a resolver estos problemas

reales más que en la medida en que son capaces de imaginarlos; y, por otro lado, no se

debe olvidar que estos problemas reales no pueden ser problemas, no se constituyen

como problemas que tal época o tal sociedad se impone como tarea resolver, más que en

función del imaginario social de esa sociedad o época consideradas. Esto no significa

que los problemas son inventados uno tras otro y que surgen de la nada y en el vacío. Lo

que se configura como problemas sociales es inseparable del sentido problemático con

el que se inviste al mundo, sentido que como tal no es ni cierto, ni falso, ni verificable,

ni falsable, con relación a unos “verdaderos” problemas y a su “verdadera” solución. No

hay algo así como el problema de la sociedad (“La humanidad es lo que tiene

hambre” (3). No hay algo que los hombres quieren profundamente, y que hasta aquí no

han podido tener porque la técnica era insuficiente o incluso porque la sociedad seguía

dividida en clases. Decir que lo imaginario no surge sino porque el hombre es incapaz

de resolver su problema real, supone que se sabe y que puede decirse cuál es este

problema real, siempre y en todas partes el mismo. Esto supone que se sabe, y que

puede decirse qué es la humanidad y lo que quiere, aquello hacia lo que tiende. La

humanidad tiene hambre, es cierto, pero una vez que ha saciado su hambre, resitúa

como sus problemas algo menos “material” y muchísimo más “postmaterial” (4) como

“pasar hambre” o comer menos para mantenerse en forma con arreglo a un imaginario

social que proyecta la significación imaginaria del cuidado de sí, de la dieta, del

ejercicio físico, como saludables, como deseables. En este respecto el marxismo se ha

equivocado sin duda alguna.

Este estructurante originario, fuente de lo que se da cada vez como sentido indiscutible

e indiscutido, soporte de las articulaciones de lo que importa y de lo que no importa,

origen del exceso de ser de los objetos de inversión práctica, afectiva e intelectual, así

como individual y colectiva, este elemento no es otra cosa que lo imaginario de la

sociedad. “La historia es imposible e inconcebible fuera de la imaginación productiva

o creadora, de lo que hemos llamado lo imaginario radical tal como se manifiesta a la

vez e indisolublemente en el hacer histórico, y en la constitución, antes de toda

racionalidad explícita, de un universo de significaciones” (5). En esta línea de

argumentación, Castoriadis afirma que “la sociedad no es un conjunto, ni un sistema o

jerarquía de conjuntos (o de estructuras). La sociedad es magma y magma de

magmas” (6) . La institución sociedad está hecha de múltiples instituciones particulares, no

siempre compatibles entre ellas. Tal urdimbre de instituciones son, tienen existencia

social, por encarnar ese magma de significaciones imaginarias sociales (7.) Semejantes

significaciones son, por ejemplo, espíritus, dioses, Dios, polis, ciudadano, nación,

estado, partido, mercancía, dinero, capital, tasas de interés, tabú, virtud, pecado, etc. Las

cosas sociales son lo que son gracias a las significaciones que figuran, inmediata o

mediatamente, directa o indirectamente. Y, recíprocamente, las significaciones

imaginarias sociales están en y por las “cosas” –objetos e individuos- que las

presentifican y las figuran. Sólo pueden tener existencia mediante su “encarnación”, su

“inscripción”, su presentación y figuración en y por una red de individuos y objetos que

ellas “informan”. Sólo así la institución de la sociedad es lo que es y tal como es en la

medida en que “materializa” un magma de significaciones imaginarias sociales, en

referencia al cual y sólo en referencia al cual, tanto los individuos como los objetos

pueden ser aprehendidos o pueden simplemente existir.

Lo imaginario social existe como un hacer/representar lo histórico-social. La forma en

que consigue ese despliegue de lo histórico-social no es otra que a través de la

institución de las “condiciones instrumentales” del hacer (teukhein) y del representar

(legein). No obstante, lo imaginario es irreductible a tales “condiciones instrumentales”,

es, valga la redundancia, la condición incondicionada de tales “condiciones”. A través

de la representación se presenta la imaginación radical. El flujo representativo es, se

hace, como autoalteración, emergencia incesante de otro en y por la posición de

imágenes y figuras, puesta en imágenes que desarrolla, da existencia o actualiza,

constantemente, lo que aparece al análisis reflexivo retrospectivamente como sus

condiciones de posibilidad preexistentes: temporalización, espacialización,

diferenciación, alteración. La autoalteración perpetua de la sociedad es su ser mismo,

que se manifiesta por la posición de formas-figuras relativamente fijas y estables y por

el estallido de estas formas-figuras que jamás pueden ser otra cosa que posición-

creación de otras formas-figuras. Por tanto, nunca debemos pensar que las

significaciones imaginarias son dadas ab origene, in hilo tempore, por Dios o por la

naturareza o por el rey, y que permanecen inmutables determinando el curso de lo

social-histórico desde fuera; es más bien lo social-histórico como auto-alteración, como

devenir, como cambio, el que engendra todo el proceso de metamorfosis, de

historicidad, de las significaciones imaginarias sociales. Así, el Prometeo de Esquilo se

transforma en el Fausto de Goethe y Mann y este en el Ulrich (“hombre sin atributos”)

de Musil. En definitiva, “en el ser por hacerse (o haciéndose) emerge lo imaginario

radical, como alteridad y como origen perpetuo de alteridad, que figura y se figura,

es al figurar y al figurarse, creación de “imágenes” que son lo que son y tal como son en

tanto figuraciones o presentificaciones de significaciones o de sentido” (8). Simmel en un artículo (9) que publica en 1918 nos ofrece una perspectiva muy similar a la

de Castoriadis. La vida, según Georg Simmel, a través de su agencia dinámica, el alma

humana, extrae de su magma imaginario de contenidos, de su indeterminación de

posibilidades, unas determinadas formas, unas constelaciones de sentido, se autolimita

siendo ella misma sin-límite al originar su alteridad, la forma, la objetividad. El modo

de existencia que no restringe su realidad al momento presente, situando el pasado y el

futuro en el ámbito de lo irreal; eso es lo que llamamos vida. La condición última,

metafísicamente problemática, de la vida radica en que es continuidad sin límite y al

mismo tiempo es ego determinado por sus formas limitadas. La vida empuja más allá de

la forma orgánica, espiritual u objetiva de lo realmente existente y sólo por esta razón la

trascendencia es inmanente a la vida. La vida se revela a sí misma como un continuo

proceso de autotrascendencia, proceso este de autorrebasamiento que la caracteriza

como unidad, como la unidad del panta rei heraclíteo, como el ser propio del devenir.

En su extraordinario texto intitulado “Puente y Puerta” (1909) Simmel inequívocamente

había manifestado ya que “el hombre es el ser fronterizo que no tiene ninguna

frontera”. El individuo es ese ser que crea límites, pero, para sobrepasarlos. Es esencial

para el hombre, en lo más profundo, el hecho de que él mismo se ponga una frontera,

pero con libertad, esto es, de modo que también pueda superar nuevamente esta

frontera, situarse más allá de ella. Aquí Simmel nos pone de manifiesto cómo el hombre

crea su propio destino (como también apuntaba Weber), pero no un destino

metasocialmente dado, más allá de su intervención, sometido a instancias suprasociales,

como Dios o la naturaleza, sino un destino producido por él mismo, un destino que

emerge en la correferencia entre ser y deber ser, decisión y resultados, libertad y

dependencia, en definitiva, entre vida y forma.

Una vez que hemos puesto de manifiesto lo que el imaginario es, convendría decir

también lo que no es para evitar equívocos conceptuales y falsas interpretaciones.

Frente a las corrientes psicoanalíticas, conviene decir que lo imaginario no es lo

“especular”, imagen de, e imagen reflejada, reflejo. Lo imaginario no es a partir de la

imagen en el espejo o en la mirada del otro. Más bien, el “espejo” mismo y su

posibilidad, y el otro como espejo, son obras del imaginario, que es creación ex nihilo.

Los que hablan de “imaginario”, entendiendo por ello lo “especular”, el reflejo o lo

“ficticio”, no hacen más que repetir, las más de las veces sin saberlo, la afirmación que

les encadenó para siempre a un subsuelo cualquiera de la famosa caverna (platónica): es

necesario que (este mundo) sea imagen de alguna cosa. El imaginario del que habla

Castoriadis no es imagen de. Es creación incesante y esencialmente indeterminada

(social-histórica y psíquica) de figuras/formas/imágenes, a partir de las cuales solamente

puede tratarse de “alguna cosa”. Lo que llamamos “realidad” y “racionalidad” son obras

suyas (10).

Si bien para Marx y el marxismo posterior, los cambios en la técnica y en la

infraestructura productiva han sido los motores que han movilizado otros “motores”

como las luchas de clases que han producido verdaderas conmociones sociales, a juicio

de Castoriadis, tales conmociones –desde la rebelión de los esclavos en Roma hasta las

grandes revoluciones americana y europeas- han estado siempre condicionadas por

conmociones de la representación imaginaria global del mundo (y de la naturaleza y de

los fines del saber mismo), la última de las cuales, la revolución capitalista, acaecida en

Occidente hace unos pocos siglos, ha creado una representación imaginaria particular,

según la cual el mundo aparece como res extensa (11), como ente, objeto de dominio,

control y posesión. Para que una máquina se convierta en capital, es menester insertarla

en la red de relaciones socioeconómicas que instituye el capitalismo. Las máquinas que

conocemos no son objetos “neutros” que el capitalismo utiliza con fines capitalistas,

“apartándolas” de su pura tecnicidad, y que podrían ser, también, ser utilizadas con fines

sociales distintos. Desde mil puntos de vista, las máquinas, son “encarnación”,

“inscripción”, presentificación y figuración de las significaciones esenciales del

capitalismo (12). Castoriadis afirma que de Platón a Marx, el pensamiento político se ha

presentado como la aplicación de una teoría de la esencia de la sociedad y de la historia,

fundada sobre una ontología identitaria, según la cual ser ha significado siempre ser

determinado (13), ocultando el ser propio de lo social-histórico como imaginario radical, como Caos, como Abismo, como sin-Fondo (14), como indeterminación. Marx, prisionero de esta ontología de la identidad, sacrifica los gérmenes nuevos que conlleva su pensamiento cuando supedita la “novación de sentido” que supone la revolución –como emergencia de nuevas identidades, nuevas fuerzas sociales y nuevas necesidades

culturales- a un tipo de racionalidad selectiva, que restringe la producción de lo social-

histórico (la sociedad) al crecimiento acumulativo de la tecnología socialmente

disponible y a la acción salvífica de un portador colectivo de emancipación universal,

históricamente producido, el proletariado. El proyecto revolucionario, afirma

Castoriadis, excede toda fondation rationelle: Una nueva institución de la sociedad

implica un depasement de la razón (lógica-identitaria) instituida. Se trata de ver la

historia como creación, se trata de ver la sociedad instituyente actuando, a través del

imaginario social, en la sociedad instituida (15), actuando como “autotrascendencia” de la razón instituida del pensamiento heredado.

Frente a Durkheim, Castoriadis piensa que conceptos como el de “conciencia colectiva”

o “representaciones colectivas” son equívocos porque denotan sólo una parte de la

sociedad, su dimensión instituida, identitaria, pero no captan la génesis ontológica, la

creación continuada, a través de la que la sociedad se hace ser como institución. Por

otra parte, Durkheim sitúa en tales conceptos una serie de referencias empíricas que si

bien sirven para determinar indicadores sociales puntuales referidos a la “parte común”,

a la “media” o a la “desviación típica” (16) de determinadas prácticas sociales, sin

embargo, se muestran más limitados en su dimensión crítico-interpretativa.

Por último, no deben confundirse las significaciones imaginarias sociales con los

“sentidos subjetivamente intencionados” a los que alude Weber. Tales significaciones

imaginarias son, más bien, aquello por lo cual tales intencionalidades subjetivas,

concretas o “medias”, resultan posibles (17).

2. La autoproducción de la sociedad

Habitualmente hemos considerado que lo social es un eje de simultaneidades, de

coexistencias con un ahora determinado, y que lo histórico es un eje de sucesiones con un antes/después determinado o determinable. Sin embargo, «lo social es… autoalteración, y no es otra cosa fuera de eso. Lo social se da como historia y sólo como historia puede darse; lo social se da como temporalidad, y… se instituye implícitamente como cualidad singular de temporalidad, y… lo histórico es eso mismo autoalteración de ese modo específico de «coexistencia» que es lo social y no es nada de eso. Lo histórico se da como social y sólo como social puede darse. Lo histórico es la emergencia de la institución y la emergencia de otra institución» (18). La sociedad no es sólo reproducción y adaptación, es además «creación, producción de sí misma» (19). La sociedad se reconoce como haciéndose a sí misma, como institución de sí misma, como autoinstitución, como autopoiesis social. Tiene la capacidad de definirse y de transformar, mediante su obra de conocimiento y de reflexividad, sus relaciones con el entorno constituyéndolo. Entre una situación y unas conductas sociales se interpone la formación de sentido, un «sistema de orientación de las conductas», fruto de la capacidad de creación simbólica del individuo y de la sociedad. Aquí es donde opera la psíque-alma y el Imaginario Social como núcleos de creatividad sociocultural en los que se inscriben significaciones sociales como el mito, la religión, el progreso, etc.

La unidad y diversidad de todas las formas de la vida colectiva es una manifestación de la capacidad de autoproducción y de autotransformación de «lo social-histórico», de la

trascendencia de su immanencia creativa (20). A esto es a lo que Touraine llama

historicidad (21). La evolución social no es continua, ni lineal, ni reducible a una tendencia general, a la complejidad, a la diferenciación y a la flexibilidad crecientes. Hay que distinguir, por el contrario, diversos sistemas de acción histórica (temporalidades sociales) en función de los modelos culturales predominantes y del sistema de producción y acumulación económica. El orden social no tiene ningún garante metasocial, religioso (Dios), político (el Estado), económico (la «mano invisible» del mercado) o histórico-evolutivo (el progreso), sino que es el producto de relaciones sociosimbólicas, en el sentido de encuentros, mediaciones y mediatizaciones, a través de las cuales se produce la sociedad como institución (22). No existe un Imaginario Social exterior a la sociedad, que pudiera intervenir «desde fuera» en la sociedad, ésta es el imaginario radical mismo, ya que «donde no había nada, devino el nosotros» (23), la «relación-nosotros», la identidad colectiva, que no es creación de algo, sino creación de “lo otro”, de lo nuevo, que en sí mismo remite a algo de lo que lo otro se diferencia y esto en cuanto tal es el presupuesto de la

creación social (24).

El tiempo instituido como identitario es el tiempo como tiempo de referencia o tiempo-

referencia, es el tiempo relativo a la medida, que lleva consigo su segmentación en partes «idénticas» o «congruentes» de modo ideal, es el tiempo del calendario con sus divisiones «numéricas», en su mayor parte apoyadas en los fenómenos periódicos del estrato natural (día, mes lunar, estaciones, años) luego refinados en función de una elaboración lógico-científica, pero siempre en referencia a fenómenos espaciales (25). Esta dimensión temporal identitaria comporta: un doble horizonte articulado en torno al esquematismo antes/después, irreversibilidad, escasez de tiempo, movimiento y medida del tiempo (26). El tiempo instituido como imaginario es el tiempo de la significación, el tiempo significante, el tiempo cualitativo (27), indeterminado, recurrente, revocable que alberga el sentido de las causas y consecuencias no-intencionales de la acción racional, lo que el tiempo «incuba» o «prepara», aquello de lo que «está preñado»: tiempo de exilio para los judíos de la Diáspora, tiempo de la prueba y la esperanza para los cristianos, tiempo de «progreso» e «incertidumbre» para los occidentales de hoy. El tiempo identitario mantiene con el tiempo imaginario una relación de inherencia recíproca o de implicación circular que existe siempre entre las dos dimensiones de toda institución social: la dimensión conjuntistaidentitaria y la dimensión de la significación.

El tiempo identitario sólo es tiempo porque se refiere al tiempo imaginario que le confiere su significación de «tiempo», que le estructura (28), como «tiempo», y el tiempo imaginario sería indefinible, ilocalizable, inaprensible, no sería nada, al margen del tiempo identitario. Las articulaciones del tiempo imaginario «duplican o engrosan» las referencias numéricas del tiempo calendario. «Lo que ocurre no es mero acontecimiento repetido, sino manifestación esencial del orden del mundo, tal como es instituido por la sociedad en cuestión, de las fuerzas que lo animan, de los momentos privilegiados de la actividad social, ya sean en relación con el trabajo, los ritos, las fiestas o la política. Este es el caso… en lo concerniente a los momentos cardinales del ciclo diario (amanecer, crepúsculo, mediodía, media noche) a las estaciones y a menudo incluso a los años… Es superfluo recordar que para ninguna sociedad, antes de la época contemporánea, el comienzo de la primavera o el comienzo del verano no han sido nunca meros hitos estacionales en el desarrollo del año, ni siquiera señales funcionales para el comienzo de tal o cual actividad «productiva», sino que ha estado siempre entretejidos con un complejo de significaciones míticas y religiosas; e incluso es superfluo recordar que la propia sociedad contemporanea no ha llegado aún a vivir el tiempo como puro tiempo de calendario» (29). El tiempo imaginario es el tiempo donde se colocan los límites del tiempo y los periodos del tiempo. Tanto la idea de un origen y de un fin del tiempo30, como la idea de la ausencia de tal origen y de tal fin no tienen ningún contenido, ni ningún sentido natural, lógico, científico, ni tampoco filosófico. Este tiempo «en» el cual la sociedad vive, o bien debe estar suspendido entre un comienzo o un fin, o bien debe ser «infinito». Tanto en un caso como en el otro, la posición es necesaria y puramente imaginaria, desprovista de todo apoyo natural o lógico. La periodización del tiempo es parte del magma de significaciones

imaginarias de la sociedad en cuestión: Así las eras cristiana y musulmana, «edades» (de

oro, de plata, de bronce), eones, grandes ciclos mayas, etc. Esta periodización es esencial en la institución imaginaria del mundo. Así, para los cristianos hay diferencia cualitativa absoluta entre el tiempo del Antiguo Testamento y el del Nuevo, la Encarnación plantea una bipartición esencial de la historia del mundo entre los límites de la creación y de la Parousía (31).

Esto muestra que el tiempo instituido nunca puede ser reducido a su aspecto puramente

identitario, de calendario y mensurable. A modo de ejemplo podemos tomar el «tiempo

capitalista» donde la institución explícita del tiempo identitario es un flujo mensurable,

homogéneo, totalmente aritmético; y donde el tiempo imaginario es un tiempo «infinito», representado como tiempo de progreso indefinido, de crecimiento ilimitado, de acumulación, de racionalización, de conquista de la naturaleza, de aproximación cada vez mayor a un saber exacto total, de realización de un fantasma de omnipotencia (32). La creación social como institucionalización significa la incorporación social de la fuerza imaginaria de creación dentro de la sociedad instituida, por la acción de la sociedad instituyente, que actúa como fermento, como forma sin forma, como siempre «mucho más» que la sociedad formada (33). Así, en la sociedad instituida el tiempo capitalista es tiempo de acumulación lineal universal, de digestión, de asimilación, de la estatificación de lo dinámico, de la supresión efectiva de la alteridad, de la inmovilidad en el cambio perpetuo (cfr.W. Benjamin, Das Passagen Werk), de la tradición de lo nuevo, de la inversión del «más aún» en el «sigue siendo lo mismo», de la destrucción de la significación, de la impotencia en el corazón del poder, de un poder que se vacía a medida que se extiende. En la sociedad instituyente el tiempo capitalista es el tiempo de la ruptura incesante, de las catástrofes recurrentes, de las revoluciones, de un desgarramiento perpetuo de lo que es ya dado de antemano, tal como lo ha visto Marx en sus análisis del capitalismo como tiempo social que conlleva la crisis34. Estos dos momentos simultaneos de la sociedad capitalista son indisociables y es en y por su «vinculación» y su conflicto como el capitalismo es capitalismo.

3. Las significaciones imaginarias sociales: ¿una, ninguna o muchas?

En lo que podríamos llamar constitución imaginaria de la modernidad (35), Castoriadis

distingue dos proyectos o dos significaciones imaginarias sociales centrales: por una parte; la infraestructura imaginaria y el horizonte del desarrollo capitalista, es decir, “la

expansión ilimitada del dominio racional” (36) del mundo y coextensivamente del hombre y, por otra parte, la perspectiva de una sociedad autónoma, “una sociedad que se autoinstituye explícitamente… que sabe que las significaciones por las cuales vive y en las cuales vive son obra suya y que esas significaciones no son ni necesarias ni

contingentes” (37). Una sociedad autónoma, una sociedad verdaderamente democrática, es una sociedad que cuestiona todo lo que es pre-dado y por la misma razón libera la

creación de nuevos significados. En tal sociedad todos los individuos son libres para

crear los significados que deseen para sus vidas. No obstante, ninguna de estas dos

significaciones, consideradas independientemente, son el proyecto o principio

estructural de la modernidad. Ninguna de ellas predomina sobre la otra. La sociedad

moderna es una sociedad en la que capitalismo y democracia están mezclados en

proporción cambiante. La expansión autosostenida del dominio racional trasciende

cualquier objetivo específico y el proyecto de la sociedad autónoma no puede conducir

nunca a la abolición de todas las tensiones entre la autoconstitución de la sociedad y la

autoconservación de las instituciones.

No debe extrañarnos el despliegue exitoso de esta particular noción del desarrollo

histórico y social consistente en salir de todo estado definido, en alcanzar un estado

caracterizado precisamente por no estar definido por nada salvo por la capacidad de

alcanzar nuevos estados. La norma es que no exista norma. El desarrollo histórico-social

en la modernidad aparece como un despliegue indefinido, sin fin (38). A esto ha

contribuido un concurso de circunstancias en el que confluyen una serie de importantes

acontecimientos históricos como el nacimiento y expansión de la burguesía, el interés

creciente en las invenciones y descubrimientos científicos, el hundimiento progresivo de

la representación medieval del mundo y de la sociedad, el libre examen desencadenado

por la ascética protestante, el paso de “un mundo cerrado al universo infinito”

(Newton), la matematización de las ciencias, la perspectiva de un “progreso indefinido

del conocimiento” y la idea de un uso propio de la razón como condición necesaria y

suficiente para que nos convirtamos en “dominadores y poseedores de la naturaleza”

(Descartes). Tampoco podemos poner en duda el indudable auge de la segunda

significación imaginaria representada por la sociedad y el individuo autónomos, cuya

garantía se acredita en el largo elenco de grandes revoluciones liberales y burguesas,

socialistas y postsocialistas cuyo último jalón se muestra en la caída del muro de

Berlín (39).

Para Castoriadis, la unidad de las esferas culturales diferenciadas –ciencia, derecho,

arte, política, deporte, economía, etc.-, desde el mundo griego hasta nuestros días, no se

encuentra en un principio subyacente de racionalidad o de funcionalidad, como

pensaron Adorno y Horkheimer en su “dialéctica de la ilustración”, sino en el hecho de

que todas las esferas encarnan, cada una a su manera y en el modo mismo de su

diferenciación, el mismo conjunto de significaciones imaginarias sociales de la sociedad

en cuestión40, que en nuestro caso se reducen a las dos mencionadas arriba. ¿Por qué

reduce Castoriadis ese pluralismo intrínseco del imaginario moderno a dos

significaciones o a dos metasignificaciones que determinan toda la cultura moderna en su conjunto de forma totalista?. Quizás, convendría retomar aquí la tesis del moderno politeísmo que Weber establecía en 1920, cuando afirmaba que en la modernidad “los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí una batalla sin

solución posible. El viejo Mill… dice en una ocasión, y en éste punto si tiene razón, que

en cuanto se sale de la pura empiria se cae en el politeísmo. La afirmación parece

superficial y paradójica, pero contiene una gran verdad. Si hay algo que hoy sepamos

bien es la verdad vieja y vuelta a aprender de que algo puede ser sagrado, no sólo

aunque no sea bello, sino porque no lo es y en la medida en que no lo es. En el

capítulo LIII del Libro de Isaias y en el salmo XXI pueden encontrar ustedes referencias

sobre ello. Tambien sabemos que algo puede ser bello, no sólo aunque no sea bueno,

sino justamente por aquello por lo que no lo es. Lo hemos vuelto a saber con Nietzsche,

y, además, lo hemos visto realizado en Les Fleurs du Mal, como Baudelaire tituló su

libro de poemas. Por último, pertenece a la sabiduría cotidiana la verdad de que algo

puede ser verdadero, aunque no sea ni bello, ni sagrado, ni bueno. No obstante, estos no

son sino los casos más elementales de esa contienda que entre sí sostienen los dioses

de los distintos sistemas y valores. Cómo puede pretenderse decidir científicamente

entre el valor de la cultura francesa y el de la alemana es cosa que no se me alcanza.

También son aquí distintos los dioses que aquí combaten. Y para siempre. Sucede,

aunque en otro sentido, lo mismo que sucedía en el mundo antiguo cuando éste no se

había liberado aún de sus dioses y demonios. Así como los helenos ofrecían sacrificios

primero a Afrodita, después de Apolo y, sobre todo, a los dioses de la propia ciudad, así

también sucede hoy, aunque el culto se haya desmitificado y carezca de la plástica

mítica, pero íntimamente verdadera, que tenía en su forma original” (41).

Para Weber el imaginario social de la sociedad moderna tardía es de tipo politeísta: “En

realidad quien vive en este “mundo” (entendido en el sentido cristiano) no puede

experimentar en sí nada más que la lucha entre una pluralidad de secuencias de

valores, cada una de las cuales, considerada por sí misma, parece capaz de vincular con

la divinidad. El debe elegir a cuales de estos dioses quiere y debe servir, cuándo a uno y

cuándo al otro. Entonces terminará encontrándose siempre en lucha con alguno de los

otros dioses de este mundo, y ante todo siempre estará lejos del Dios del cristianismo

(más que de ningún otro, de aquél Dios que fuera anunciado en el Sermón de la

Montaña)” (42). La metáfora de la lucha de los dioses que combaten dentro del alma

humana refleja el imaginario moderno plural, politeísta, des-centrado y radicalmente

cambiante. Con esta precisión no procedemos a desautorizar el punto de partida de

Castoriadis, es decir, seguimos pensando que la realidad recibe su sentido de una

trascendencia de lo dado, de lo cotidiano, de lo natural, es imaginación, creación de

lo otro de lo dado hic et nunc, y tal creación en la modernidad se manifiesta como

multiplicidad sincrónica. El alma del hombre moderno pone de manifiesto la comunión

de varias (muchas) necesidades, angustias, estilos y lenguajes, que no son sino el reflejo

de esa lucha entre los dioses. La lucha entre culturas adversarias, las guerras

culturales (43), y la lucha dentro del alma humana no son sino la expresión de la lucha

entre significaciones imaginarias; los dioses, los arquetipos literarios, con nuevos

formatos luchan dentro de nosotros.

El imaginario no tiene una única voz: si bien el imaginario hebreo habla con una voz, la

de Yavé, el imaginario griego, que resuena dentro de las sociedades modernas tardías

habla, sin embargo, desde la multiplicidad de voces. Como afirma Celso Sánchez

Capdequí, el imaginario se refiere a la creatio continua de la especie humana, “a ese

espacio abierto y siempre inconcluso que, a la vez que se enriquece con las permanentes

aportaciones de imágenes arquetípicas, prolonga su muestrario de posibilidades de

creación para futuras sociedades” (44). La imagen que nos puede servir es la de una Babel del ánima, la de una multiplicidad de voces que comparecen en el alma humana, más que la forzada unicidad de la Pax Romana que proyectó el imperio romano. En cada alma individual podemos ver la pugna entre una multiplicidad sincrónica de

significaciones imaginarias (45): daimones, imágenes sacralizadas personificadas y otras imágenes profanizadas e impersonales –véase el dinero, el poder, la nación, el sexo, el cuerpo-, que significan la experiencia espontanea, la visión y el apalabramiento de las configuraciones de la existencia que se nos presentan en la psique, pero que proceden dela alteridad del imaginario social. Éste, en su plenitud y alteridad radical, sólo puede ser en y por la emergencia de esta alteridad múltiple que es solidaria del tiempo, que es autodespliegue en y por el tiempo.

No somos seres singulares a imagen de un Dios singular sino que siempre estamos

constituidos de múltiples partes: niño/a travieso/a, héroe o heroína, autoridad

supervisora, psicópata asocial, padre/madre, amante, hijo/a, bruja, enfermera, esposo/a,

ramera, esclavo/a, bailarín/a, musa, etcétera. Somos diferentes “roles”, pero, ¿puede

haber tales “roles” si no hay personas por detrás que los encarnen, que los

personifiquen? , e incluso, en medio de una sociedad diferenciada, ¿es posible pensar

en la existencia de una persona Número Uno y de un “rol” Número Uno como

pretenden el monoteísmo y su correlato en el individuo, el yo, la conciencia o el homo

economicus con el falso determinismo que veíamos en la frase que aludía a que: “la

humanidad es lo que tiene hambre”?. Cada uno de nosotros tiene su propio panteón

privado, a veces inadvertido y rudimentario, la última encarnación de Ulises, el

continuado idilio de la Bella y la Bestia, el Prometeo desencadenado de Frankenstein, el

homo duplex del Doctor Jeckill y de Mr. Hyde estaban esta tarde en la esquina de la

Calle 42 con la Quinta Avenida en Nueva York, esperando que cambiaran las luces de

tránsito. La personificación plural46 es un modo necesario de comprensión del mundo

y del ser en el mundo, por otra parte, institucionalizada en el mundo moderno, donde la

integración sólo es posible por el reconocimiento de la diferencia y de la diferenciación.

Tal personificación plural comienza con los griegos y con los romanos, quienes

personifican tales “poderes” psíquicos como la Fama, la Insolencia, la Noche, la Fealdad, el Devenir, la Esperanza, por nombrar sólo algunos de ellos (47). Estos

representan daimones reales para ser adorados y no meros productos de la imaginación

de alguien; por esta razón fueron adorados en cada ciudad griega. Por mencionar sólo el

caso de Atenas, encontramos altares y santuarios a la Victoria, a la Fortuna, a la

Amistad, al Olvido, a la Modestia, a la Piedad, a la Paz y a muchos más daimones. Esta

personificación implica un ser humano que crea dioses a semejanza humana, de la

misma manera que un autor crea sus caracteres a partir de su propia personalidad. Estos

dioses despliegan las necesidades de su propio creador (humano), puesto que son sus

proyecciones.

La personificación no puede imaginar que estas presencias psíquicas (dioses, daimones

y otras personas del ámbito mítico como Job, o Don Quijote, o Hamlet, o Fausto) tienen

una realidad substancial autónoma. No puede imaginar que un autor es empujado a

llevar los mensajes de “sus” caracteres, que es la voluntad de ellos lo que se hace, que

él es su escriba y que ellos le están creando incluso cuando él los crea. Como afirma el

crítico literario Harold Bloom en su obra maestra: Shakespeare. The Invention of the

Human, “debemos exigirnos a nosotros mismos una lectura lo más exhaustiva posible

de las obras de Shakespeare, pero siendo conscientes de que sus obras (sus personajes,

sus roles, sus arquetipos) nos leen a nosotros mucho más exhaustivamente” (48). Las

ficciones de un autor (léase sus imaginaciones, sus “sueños”) son a menudo más

significantes que su propia realidad, contienen información tan relevante, que perdura

incluso una vez que el “creador” ha desaparecido. Sus (de los dioses/as) escenas

imaginarias son nuestros problemas vitales. ¿Quién crea a quién?. Quizás debiéramos

hablar de concreación, ya que comparecen en nosotros, gracias a nosotros, pero, por

qué será que en toda sociedad y en todo tiempo nos trascendemos a nosotros mismos,

por cuanto que los ponemos en escena como looking glass selves que nos permiten

comprendernos a nosotros mismos. De esta forma pudiera hablarse de “un

correlativismo en el proceso creador, en el sentido de referir toda forma social a la

experiencia propia y al legado de los otros (constelaciones arquetipales), lo cual hace de

toda creación algo co-producido, co-realizado” (49).

Este imaginario politeísta se refiere a la disociabilidad del alma humana y del mundo

en multitud de constelaciones de sentido, aunque su contraparte sea la indisociabilidad

imaginaria inherente de la realidad (del hombre, del mundo y de Dios), que se expresa

de forma plural (50) en una multitud de figuras y de centros cuyo portavoz es el alma

humana. En el monoteísmo aparecen alojadas toda una serie de distinciones directrices:

bien/mal, justo/ injusto, bello/monstruoso, inmutable/contingente, etc., en el seno de

una totalidad de significado que las coimplica (51), que las correlaciona, a la manera de

una coincidentia oppositorum52, en los términos de Nicolás de Cusa, la idea de Dios

encuentra su esencia más profunda en el hecho de que toda la diversidad y las

contradicciones del mundo alcanzan la unidad en Él. Este “todo(s) está(n) en Uno”

viene a estar representado en un imaginario central llamado Dios (53). Sin embargo, el

politeísmo parte del supuesto invertido: “cada “cada uno” tiene sentido en sí mismo”.

Existe a favor de estos “cada unos” que son en cualquier caso lo bastante reales para

hacerse aparecer a todo el mundo, eso sí, de forma plural, mientras que lo absoluto (la

totalidad, la unidad, el Uno) logra aparecerse sólo a unos pocos místicos, e incluso a

ellos de forma muy ambigua. Pero, ¿por qué no citamos algún ejemplo? Sin pretender

ser exhaustivo, así aparece en el Prometeo de Esquilo (y en el de Goethe, y en el de

Kafka), en el Job bíblico, en el Ulises homérico, en Jesús de Nazaret, y también en el

Quijote de Cervantes, en el Hamlet shakespeareano, en el Fausto de Goethe, en el

Aschenbach de Mann, en el heutontimoroumenos de Baudelaire, en el Aleph

borgesiano, en el Angelus Novus de Klee-Benjamin, etc.

En el imaginario social de las sociedades modernas avanzadas no hay un patrón central,

no hay imaginario social central (monoteísmo), sino múltiples constelaciones

imaginarias que actúan en nuestra alma, en nuestra psique (politeísmo). Hebraísmo y

helenismo: entre estos dos puntos de influencia se mueve nuestro mundo. Unas veces

siente más poderosamente la atracción de uno de ellos, otras veces la del otro; el

equilibrio entre ellos raramente existe. En el monoteísmo se proyecta un imaginario

central –en nuestra tradición judeocristiana, JHWH- “desde arriba”, primero, porque la

naturaleza de tal imaginario es la de Un Dios solar54, inmutable, perfecto, actus purus,

motor inmóvil, y, segundo, porque recibe su legitimación desde la posición instituida de

la teología que opera como saber canonizado y dogmatizado, es decir, protegido contra

la duda y la crítica. El rabino, el mulah y el obispo, sin mencionar al Papa, blindan así

su conocimiento contra el hereje (prototipo de conducta moderna) y no olvidemos que

la modernidad supone, como afirmara P. L. Berger, la institucionalización del

“imperativo herético”, es decir, del derecho a elegir y a dudar.

El politeísmo moderno emerge “desde abajo”, en la inmanencia de una específica

situación sociosimbólica caracterizada por la pluralidad, una pluralidad que se

manifiesta en muchas voces, cuya resonancia se hace socialmente evidente por la

institucionalización de la herejía. Socialmente hablando el politeísmo es una situación

en la que coexisten valores diversos, modelos diversos de organización social y

principios mediante los cuales el ser humano dirige su vida política. De ahí la afinidad

existente entre democracia y politeísmo55: sólo aquella garantiza stricto sensu la

supervivencia de éste. Este nuevo politeísmo no representa tanto a nuevas confesiones o

fes religiosas como a necesidades del alma humana, a su naturaleza polifacética. Este

politeísmo no tiene pretensiones teológicas, porque no se aproxima a los dioses con un

estilo religioso, por tanto, la teología no puede repudiarlo como herejía o falsa religión

con falsos dioses. La pretensión no es adorar a los dioses/as griegos/as –o a los de

cualquier otra alta cultura politeísta, egipcia o babilónica, hindú o japonesa, celta o

nórdica, inca o azteca- para recordarnos aquello que el monoteísmo nos ha hecho

olvidar. No estamos reviviendo una fe muerta, ni tampoco la pretensión es constatar un

revival de la religión, de tantos que experimenta, sino más bien un survival del alma a

través de esa auto-alteración, de esa presentificación, de ese figurarse sin fin del

imaginario social. No adoramos a numerosos dioses y diosas (aunque sin duda existe

una idolatrización de algunos substitutos técnicos de dioses como el dinero, el poder o

el sexo) sino que tales “dioses” y “diosas” se manifiestan en y a través de nuestra

estructura psíquica. La vida, propiamente, es una lucha entre tales potencialidades

(mundos de ser y de significado) y el hombre es la arena de una eterna guerra de Troya.

Al monoteísmo le pilla a contrapié la nueva situación, al seguir proponiendo que en la

mesilla de cada individuo debe seguir estando un ejemplar de la Biblia con “su” voz

singularizada, sin caer en la cuenta de que en la mesilla de tal individuo nómada, quizás

deba existir también un ejemplar de la Odisea o de Fausto con todos sus personajes en

plural. Quizás, la conciencia monoteísta, esa conciencia que escribe la teología, que

mira de la montaña para abajo debiera compartir el panteón con la conciencia politeísta,

esa conciencia a la que le habla el alma, errante de un sitio para otro, en los valles y en

los ríos, en los pueblos y en las ciudades, en los bosques, en el cielo, en el océano y bajo

la tierra. Continuaremos “soñando”, proyectando imágenes, fantaseando (56), en

definitiva, creando, aunque hayamos dejado de creer (tener fe religiosa) en tales

“sueños” porque para las personas, la imaginación es real (57). La imagen figurativa sobre la que se apoya ésta concepción politeísta sería aquella en la que “el sí mismo es un círculo cuyo centro está en todos los sitios (las diferentes constelaciones arquetipales) y cuya circunferencia (la idea de totalidad) no está en ningún lugar” (58).

4. ¿Modernidad o modernidades múltiples?

Quizás pensamos que al haber hablado de imaginario moderno, este, en su pluralidad, se

da de igual forma en todos los sitios, pero no es así. Frente a la noción de modernidad

europeo-occidental, que con carácter canónico predomina en el análisis sociológico, voy

a introducir la noción de “modernidades múltiples” (59) que denota una cierta perspectiva del mundo contemporáneo –de la historia y de las características de la era moderna- que se sitúa frente a las perspectivas más habituales representadas por las teorías clásicas de la modernización (60) y de la convergencia de las sociedades industriales predominante en los años cincuenta. Todas ellas asumen, explícita o implícitamente, el programa cultural de la modernidad tal como se desarrolló en la Europa moderna, a partir del siglo XVII, y las constelaciones institucionales básicas que emergieron ahí a resultas de tal fermento cultural, finalmente, se impusieron en todas las sociedades modernas o en proceso de modernización. Contra la concepción que considera a la modernidad occidental como un concepto omniabarcante, que ha sido el original del que se han sacado copias a lo largo del mundo, propongo el concepto de “modernidades múltiples” que desarrollan el programa cultural y político de la modernidad en muchas civilizaciones, en sus propios términos. Los desarrollos actuales, sobre todo a partir de la IIª Guerra Mundial, en las sociedades en proceso de modernización, han refutado los presupuestos homogeneizadores y hegemónicos de este programa de la modernidad occidental.

La idea de modernidades múltiples presupone una nueva forma de entender el mundo

contemporáneo –de explicar la historia de la modernidad-, viéndolo como una historia

de continuas constituciones y reconstituciones de una multiplicidad de programas

culturales (61). Estas reconstrucciones en curso de los múltiples modelos institucionales e ideológicos son vehiculizadas por actores sociales específicos en estrecha conexión con activistas sociales, políticos e intelectuales y también por movimientos sociales que

buscan la realización de diferentes programas de modernidad, manteniendo perspectivas

muy distintas sobre aquello que hace a las sociedades modernas. Distintos modelos de

modernidad múltiple se han desarrollado dentro de diferentes Estados nacionales y

dentro de diferentes agrupamientos étnicos y culturales, entre movimientos comunistas,

fascistas y fundamentalistas, diferentes entre ellos, pero, sin embargo, todos ellos con

una deriva que va más allá del Estado nacional. Ya no podemos sostener, como

ingenuamente se ha hecho, que los patrones occidentales de modernidad representan las

únicas y “auténticas” modernidades. En el discurso contemporáneo ha surgido la

posibilidad de que el proyecto moderno, al menos en los términos de la formulación

clásica mantenida a lo largo de los dos últimos siglos, puede estar agotado.

Una perspectiva contemporánea admite que tal agotamiento se manifiesta en el “fin de

la historia”, posición mantenida por Francis Fukuyama (62) en 1989, que viene a resucitar algo que Daniel Bell y Seymour M. Lipset ya anunciaron hace más de treinta años, el “fin de las ideologías” que movilizaron el mundo durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, fin que aparece escenificado en la caída del muro de Berlín. La otra perspectiva está representada por el “choque de civilizaciones”,

termino acuñado por Samuel P. Huntington63 en 1993, según el cual, la civilización

occidental, habiendo superado el conflicto ideológico que se expresaba en el “telón de

acero” de la postguerra, se confronta ahora con un mundo en el que civilizaciones

tradicionales, fundamentalistas, antimodernas y antioccidentales son predominantes. El

“telón de terciopelo”, es decir, las borrosas líneas divisorias que trazan las

civilizaciones, con una geometría enormemente variable, se han erigido en los ejes de

conflicto fundamentales de hoy en la forma de “Occidente frente al Islam” u “Occidente

frente al resto”, según Huntington. A mi juicio, sin embargo, todos estos desarrollos y

tendencias constituyen aspectos de una reinterpretación continua y de una

reconstrucción del programa cultural de la modernidad; de la construcción de

modernidades múltiples; de los intentos de varios grupos y movimientos para

reapropiarse la modernidad y redefinir el discurso de la modernidad en sus propios

términos. Más que un choque de civilizaciones a lo que asistimos es a encuentros (64), a

contactos, a difusiones, culturales entre civilizaciones. No hay ningún tipo de

determinismo que sitúe la lucha como forma predominante de interacción entre

complejos civilizacionales.

Max Weber estudió en sus Ensayos sobre sociología de la religión (65), publicados en el

primer cuarto del siglo XX, las dinámicas internas de las diversas grandes

civilizaciones. Así representó a estas civilizaciones según sus propias pautas de

racionalidad. Su estudio no refleja una deriva evolucionista de menos a más que

comienza hace 2500 años en varios lugares del planeta y que termina en Europa en el

siglo XVII, sino más bien una orientación comparativista. Dentro de cada civilización

observa una determinada tendencia de racionalización. El analizó la primera

modernidad –la occidental, la europea del siglo XVII que comienza con la Reforma y

continua con las grandes revoluciones-, pero, no podemos aceptar que las formas tardías

de aparición de la modernidad –la modernidad norteamericana de postguerra o la

japonesa actual- hayan surgido bajo las mismas condiciones. El analizó el surgimiento

del capitalismo pero no su globalización. Por tanto, hay que preguntarse cómo la

dinámica de la propia historia de cada civilización configura un camino específico de

realización de modernidad. La civilización de la modernidad comporta en cierta medida

una modernidad de las civilizaciones por cuanto que todas las civilizaciones tienen

unos determinados patrones de racionalización y unos portadores de acción colectiva

que pugnan por definir la modernidad en sus propios términos, por diferente que esto

pueda ser expresado.

Voy a referirme al concepto de civilizaciones66 axiales 867) estableciendo una diferencia entre civilizaciones preaxiales – relacionadas fundamentalmente (aunque no

únicamente) con la preservación del orden cósmico y social, y entre las que se

encuadran las religiones de la Edad de Piedra, y las ahora extinguidas religiones

nacionales sacerdotales del antiguo Oriente medio, Egipto, Grecia y Roma, India y

China-y civilizaciones axiales –relacionadas fundamentalmente (aunque no

únicamente) con la cuestión de la salvación, la redención o la liberación, entre las que

cabe señalar a las religiones históricas universalistas: confucionismo, budismo, taoísmo,

antiguo judaísmo, Islam y cristianismo temprano; éstas emergen en sociedades más o

menos alfabetizadas y se encuadran en el área de estudio de la historia más que de la

arqueología y la etnografía. Esto me va a permitir establecer esa Primera Epoca Axial

en la costa noroccidental canadiense que realiza Franz Boas a comienzos del siglo XX. Ver su obra: Race, Language and Culture, (1940), 1982, Chicago. como el umbral temporal en el que tienen lugar toda una serie de cambios que determinan una verdadera revolución en las convicciones.

En las sociedades encuadradas en las civilizaciones axiales mencionadas, es decir, en las

sociedades donde surgen las grandes religiones universalistas, cuanto más se confirma

la concepción de un Dios personal o de un cosmos impersonal (ambos supramundanos)

tanto más agudo se hace el contraste de la trascendencia divina con la imperfección

inmanente-contingente del mundo y del hombre, construyéndose de esta guisa diversas

variedades de teodicea (y en última instancia de sociodicea). La emergencia de visiones del mundo dualistas transcendentes (este mundo/el otro mundo) y el surgimiento de profetas, clérigos, filósofos y sabios, como producto de una diferenciación interna dentro de la propia institución de la religión con la consiguiente profesionalización de lo sagrado, vienen a substituir el monismo cosmológico (que Erich Neumann ha expresado en la idea: “cuando todo era uno”) que caracterizó a las religiones preaxiales. La construcción social de la idea de salvación y la profecía así como la idea de una “satanización del poder del mal”, presente sobre todo en el antiguo judaísmo, como apunta Max Weber, son el germen de la ruptura de un destino dado e inexorable y el comienzo de la producción de un destino socialmente construible a través de la introducción de nuevas distinciones directrices que vienen a complejificar la

ya existente de sagrado/profano, como son las de salvación/condenación,

dolor/curación, pecado/gracia, etc. Para las formas religiosas orientales se adopta un

imaginario social central que representa el cosmos impersonal, el karma, y para las

formas religiosas occidentales se adopta la forma del monoteísmo de una persona

trascendente a la que se tributa culto y cuyo juego de voluntad divina y obediencia

humana permite, mediante una fuerte intelectualización (dogmas) explicar los

acontecimientos, ofrecer alternativas, en suma seleccionar la realidad y dotarla de

sentido. Esto configura lo que podríamos llamar la Primera Epoca Axial.

Nos interesa dilucidar ahora qué es lo que toma, si es que toma algo, la primera

modernidad occidental europea en el siglo XVII de esas civilizaciones axiales,

concretamente del cristianismo. El núcleo de la modernidad viene dado por la

cristalización y desarrollo de modos de interpretación del mundo o, siguiendo a

Cornelius Castoriadis, de distintos imaginarios sociales o visiones ontológicas, de

distintos programas culturales, combinados con el desarrollo de un conjunto de nuevas

formaciones institucionales, cuyo núcleo central común a ambas, como veremos en

detalle, representa una “apertura” sin precedentes e incertidumbre.

Weber encuentra el umbral existencial de la modernidad en una cierta deconstrucción de

lo que él llama el “postulado ético según el cual el mundo está ordenado por Dios y que

de alguna manera es un cosmos orientado por valores y éticamente orientado…” A juicio

de James D. Faubian “lo que Weber afirma es que el umbral de la modernidad pudiera

ser marcado precisamente en el momento en que la legitimidad incuestionada de un

orden social preordenado divinamente comienza su declive. La modernidad emerge

–o, más adecuadamente, un elenco de posibles modernidades- sólo cuando aquello que

había sido visto como un cosmos inmutable deja de ser dado por supuesto”68. El grado

de reflexividad característico de la modernidad fue más allá de lo conseguido en las

civilizaciones axiales. La reflexividad que se desarrolló en el programa moderno no sólo

se hizo patente en la posibilidad de diferentes interpretaciones del núcleo de las visiones

trascendentes y de las concepciones ontológicas básicas sino que cuestionó el carácter

predado de tales visiones y de sus patrones institucionales. Dio origen a una conciencia

de posibilidad de visiones múltiples que podrían, de hecho, ser contestadas y falsadas69.

El programa cultural y político moderno, desarrollado a partir de una de las grandes

civilizaciones axiales –la cristiano-europea-, cristaliza como una transformación de

visiones heterodoxas con fuertes componentes gnósticos (70) que pretenden traer el reino de dios a la tierra y que fueron proclamadas en la cristiandad medieval y europea

moderna temprana por diferentes sectas heterodoxas (71). La transformación de estas

visiones, en la medida en que tuvo lugar sobre todo en la Reforma, en la Ilustración y en

las Grandes Revoluciones, en la Guerra Civil inglesa, y específicamente en las

revoluciones americana y francesa, y después en las revoluciones rusa, china y

vietnamita, comporta la trasposición de estas visiones, encarnadas originariamente por

sectores relativamente marginales de la sociedad, a la arena política central (72). Estas

tendencias heterodoxas sectarias se convierten en un componente central de la

civilización moderna, hecho éste puesto de manifiesto en los distintos movimientos

sociopolíticos como las sectas protestantes con su papel crucial en la gestación del

capitalismo occidental o los propios movimientos fundamentalistas contemporáneos

hoy día.

Las Grandes Revoluciones constituyen la objetivación de las potencialidades

heterodoxas sectarias que se desarrollaron en las civilizaciones axiales –especialmente

en aquellas en las que la arena política fue considerada como al menos una de las áreas

de implementación de las visiones trascendentes. Estas revoluciones constituyen el

primero o al menos el más dramático y posiblemente el más exitoso intento en la

historia de la humanidad para implementar a escala macrosocial la visión utópica con

fuertes componentes gnósticos. Por primera vez en la historia existe la creencia en la

posibilidad de que se puede sortear el abismo existente entre el mundo trascendente y

este mundo a través de la acción política, de realizar socialmente las visiones utópicoescatológicas. Los nuevos portadores de tales visiones gnóstico-utópicas ya no son profetas ni clérigos ni literati ni filósofos sino los puritanos ingleses, los de los Países Bajos y, coextensivamente, los puritanos norteamericanos, los miembros de los clubs franceses brillantemente analizados por August Cochin (73) y más tarde por Francois Furet (74) y otros, y los varios grupos de la intelligentsia rusa (75). Es en estas revoluciones cuando tales actividades sectarias son tomadas de los sectores marginales o segregados de la sociedad y son vinculadas no sólo a las rebeliones, a los levantamientos populares de carácter defensivo (76) o a los movimientos de protesta, sino que son situadas en el centro de la lucha política77. Así estos temas y símbolos de protesta se convierten en componentes básicos del simbolismo central de carácter político y social. Y es ésta trasposición lo que nos permite hablar de una Segunda Epoca Axial, en la que un programa cultural y político distinto cristaliza y se expande a nivel planetario por todas las civilizaciones axiales “clásicas” así como también en las civilizaciones no-axiales, como Japón.

Esta civilización moderna, con su programa cultural distinto y con sus implicaciones

institucionales, cristaliza primero en Europa occidental y se expande posteriormente a

otras partes de Europa, a las Américas y más tarde a lo largo del mundo. Esto origina

patrones culturales e institucionales continuamente cambiantes que constituyen

diferentes respuestas a los desafíos y posibilidades inherentes en las características

nucleares de las distintas premisas civilizacionales de modernidad. Dentro de tales

patrones se desarrollaron distintas dinámicas modernas, distintas formas de

interpretación de la modernidad para las que el proyecto occidental original constituyó

el punto de referencia crucial de inicio y continuación. De especial importancia en este

contexto fue el hecho de que los movimientos sociales y políticos que se desarrollaron

en las sociedades no occidentales, aun cuando incluso promulgaron temas fuertemente

antioccidentales o antimodernos, fueron distintivamente modernos. Esto ocurrió no sólo

con varios movimientos nacionalistas o tradicionalistas, que se desarrollaron en estas

sociedades a partir de mediados del siglo XIX hasta la IIª Guerra Mundial, sino también

con los movimientos fundamentalistas contemporáneos.

Fue la combinación de la conciencia de existencia de diferentes posibilidades

ideológicas e institucionales con las tensiones y contradicciones inherentes en el

programa cultural y político de la modernidad lo que constituye el núcleo de la

modernidad como Segunda Epoca Axial Global. Esta combinación dio lugar a la

cristalización de diferentes modelos de modernidad o modernidades múltiples. En esta

línea Sanjay Subrahmanyam argumenta que “la modernidad es históricamente un

fenómeno global y coyuntural, no un virus que se extiende de un lugar a otro. Esta

localizada en una serie de procesos históricos que ponen en contacto a las sociedades

hasta ahora aisladas, y debemos buscar sus raíces en un conjunto de fenómenos diversos

–el sueño Mongol de conquista mundial, los viajes europeos de exploración, las

actividades de los comerciantes textiles indios en la diáspora, la “globalización de los

microbios”, etc.- que los historiadores de la década de los sesenta del pasado siglo

investigaron. Sin embargo, estos fueron procesos desiguales… Nuestros mayores errores

han sido dos: identificar “modernización” con el crecimiento de un cierto tipo de

uniformidad y asociar la modernidad con prosperidad. Cualquier antropólogo amateur

que haya estado en París o en Manhattan, símbolos de la “modernidad” por tanto

tiempo, puede comprobar el profundo error de ambos supuestos con sólo una pequeña

reflexión” (78).

La modernidad no es una civilización unificada, global en su extensión, sin precedentes

en su capacidad de intrusión y destructividad. Más bien, lo moderno sería un conjunto

de notas provisorias, es decir, un conjunto de esperanzas y expectativas que comportan

algunas condiciones mínimas de adecuación que pudieran ser exigidas de las

instituciones macrosociales, no importa cuanto puedan diferir estas instituciones en

otros respectos. Quizás, una de las características más importantes de lo moderno es su

potencial de autocorreción, de autoalteración, su habilidad para hacer frente a

problemas ni siquiera imaginados en su programa original.

5. Las notas provisorias del imaginario social moderno

Hablar de notas provisorias, de provisionalidad, del programa cultural moderno y, en

definitiva, del imaginario social moderno, no es sino mostrar por enésima vez el

carácter cambiante del poder creador del imaginario, su radical indeterminación. Frente

a la ontología de la determinación, de lo limitado (peras) que inicia su singladura con

Parménides en Grecia hace 2000 años, Castoriadis propone una ontología de lo

indeterminado (79) (apeiron) que actúa como fuerza social invisible de creación sin fin y esto encuentra su expresión más radical en la modernidad. Niklas Luhmann utilizando

una metáfora metabiológica, la «autopoiesis», considerada como creatividad social que

inscribe su significado en la posibilidad de «re-introducción», es decir, en la

posibilidad de introducir la diferencia de sistema y entorno dentro de una unidad social

(sistema), vuelve a replantearnos el problema del significado de la «metamorfosis de lo

social-histórico». Para Luhmann esta estructura binaria de la autopoiesis parece

compensar por la falta de totalidad. «Ser o no ser, continuar la autopoiesis o no hacerlo,

sirve como una representación interna de la totalidad de las posibilidades» (80). Esta

«expansión autopoiética de opciones» produce una «sociedad sin centro» al generarse un

desencantamiento de la jerarquía como principio de orden, situando de ésta forma a la

sociedad frente a la paradoja de que no existe una preferencia dada para el consenso o el

disenso, ya que ningún subsistema social puede pretender una «centralidad» determinada en el orden y el autogobierno de la sociedad global frente a otros subsistemas.

Sin temor a equivocarnos podemos afirmar que los imaginarios centrales que han

legitimado la realidad primordial de la época axial – Yavé, Bráhman, Zaratustra, Allah,

Jesús de Nazareth, etcétera- son substituidos por realidades trascendentes intermedias

ubicadas dentro del ámbito de lo profano, como son la nación, el grupo étnico, la

clase social, el partido político o uno mismo, y más específicamente, la reducción de

contingencia se plantea, por supuesto, en el ámbito social, pero, quizás la novedad más

novedosa es que se hace desde el ámbito social, es decir, en los términos de Weber,

desde los propios órdenes de vida secularizados. A medida que la sociedad deviene más

compleja, más posibilidades devienen visibles, es decir, lo que ocurre, sólo tiene sentido

en el horizonte contingente de otras posibilidades. Con el objetivo de controlar el acceso

a estas posibilidades, la sociedad requiere nuevas formas de reducción de contingencia,

como la legitimidad política, el principio económico de recursos limitados, es decir, la

escasez, la estructura normativa del derecho, el principio de limitación de la ciencia,

etcétera. Las dicotomías posible/imposible y necesario/contingente afincadas en la

discusión teológica de la Edad Media no pueden ser ya controladas por medios

religiosos.

La época postaxial, postradicional, moderna, se caracteriza por la “diferencia”,

“querámoslo o no, no somos ya lo que fuimos, y nunca más seremos lo que ahora

somos”, como apunta Niklas Luhmann81. Las relaciones son modernas siempre que su

modificabilidad se incluya en su definición. Lo actual es el ayer del mañana. Esta

“diferencia” se manifiesta, primero, como una delimitación frente al pasado, como un

intento de fundarse el presente moderno exclusivamente en sí mismo (82), ya no es posible recurrir a las fórmulas de reducción de contingencia del pasado en la forma de poder inmutable de la naturaleza, o de Omniscientia Dei, o de Historia magistra vitae. Y esta “diferencia” se manifiesta, en segundo lugar, dentro de la misma sociedad. Las

sociedades modernas son “unidades múltiples”. “La” sociedad se desdobla en distintos

ámbitos funcionales (83), en distintos órdenes de vida, como la economía, la política, la

ciencia, la religión, el derecho, el deporte, etcétera. Cada uno de estos sistemas parciales

configura un modo específico y propio de solucionar problemas. Mediante la

concentración en una dimensión única del problema se posibilita, por una parte, un

incremento de los rendimientos inmanentes de cada sistema y, por otra parte, estos

sistemas van separándose siguiendo su autonomización, de manera que ya no existe

ninguna instancia de racionalidad metasocial adecuada a la complejidad real de la

sociedad. No existe una “razón” universal sino criterios de racionalidad subespecíficos:

justicia, verdad, belleza, propiedad, etcétera (84). “Los conceptos tradicionales de

racionalidad habían vivido de ventajas externas de sentido. Con la secularización de la

ordenación religiosa del mundo y con la pérdida de la representación de puntos de

partida unívocos, estas ventajas pierden su fundamentabilidad. La religión no es ya una

instancia necesaria de mediación que relaciona todas las actividades sociales

proporcionándoles un sentido unitario (85). Por eso, los juicios sobre la racionalidad tienen que desligarse de las ventajas externas de sentido y readaptarse a una unidad de

autorreferencia y heterorreferencia que se puede producir siempre sólo en el

interior de cada sistema” (86).

En las sociedades preaxiales y en las axiales la eternidad era conocida y a partir de ella

podía ser observada la totalidad temporal, siendo el observador Dios; ahora es cada

presente quien reflexiona sobre la totalidad temporal, parcelándose en pasado y futuro y

estableciendo una diferencia, que en la modernidad tiende a infinito y en las sociedades

tradicionales tiende a cero, siendo el observador el sistema (sistema psíquico en el caso

del hombre, sistema social en el caso de la sociedad) (87). El mundo ya no puede ser

observado desde fuera, sino únicamente desde el interior de él mismo: sólo según la

norma de las condiciones (físicas, orgánicas, psíquicas, sociales) de las que él mismo

dispone. Los nuevos sistemas no disponen de un metaobservador (Dios) que articule la

contingencia –ya que el desencantamiento del mundo y el proceso de diferenciación

social han acabado con el monopolio cosmovisional de la religión- sino que se sirven de

una “observación de segundo orden”. Observar es “generar una diferencia mediante

una distinción, que deja fuera de sí lo que no queda diferenciado por ella” (88).

Observar a un observador, significa observar un sistema que realiza por su parte operaciones de observación. Todo lo que se identifica como unidad, es decir, como sistema, tiene que ser observado entonces siguiendo la pregunta quién observa mediante qué diferenciación. Así se despliegan nuevas distinciones directrices (89) como “tener/no tener” en el sistema económico, “gobierno/oposición” en la política, “verdad/falsedad” en la ciencia, “Justicia/injusticia” en el derecho, “belleza/monstruosidad” en el arte, etcétera. Quizás sea util para comprender este tipo de observación recurrir a la metáfora del espejo (90) propuesta por José Mª González, ya que el espejo muestra más bien algo que sin él no se puede ver: al propio observador. Así aparece en Las Meninas de Velázquez donde en un primer plano aparecen retratadas las meninas, y en un segundo plano el espejo recoge la propia imagen de Velázquez como observador que se observa a sí mismo. Una imagen bastante diferente es la que nos ofrece El Greco en El Entierro del Conde de Orgaz, donde el sentido del cuadro se lee de arriba a abajo, es decir, la conexión de los tres ámbitos presentes, el mundo trascendente, el mundo cotidiano y el inframundo de las tinieblas y de la oscuridad, sólo es posible entenderla desde la metaobservación de Dios y su corte de ángeles.

En el plano de la observación de segundo orden, todos los enunciados devienen

contingentes, toda observación puede ser confrontada con la cuestión de qué distinción

emplea y qué es lo que, como consecuencia de esta, permanece para aquella invisible.

Esto nos permite pensar que los valores característicos de la sociedad moderna han de

ser formulados en la forma modal de la contingencia. Las distinciones directrices

mencionadas arriba “refieren lo real a valores, expresan discriminaciones de cualidades

conforme a la oposición polar entre una positividad y una negatividad” (91), por tanto, lo diferente, lo otro de lo preferible no es lo indiferente, sino lo rechazado. Por eso cada

sistema busca autorreferencialmente satisfacer su función por la realización de uno de

los polos de la dualidad: tener, gobierno, verdad, justicia, autenticidad, belleza, etc. Pero

ésta expectativa tiene un éxito limitado debido al incremento de contingencia, de

selectividad (directamente proporcional al incremento de opciones) que se produce en

las sociedades modernas por la inexistencia de una fórmula de reducción de

contingencia del tipo “Dios” y, por la producción social de un umbral de

ambivalencia, ya que en nuestro tiempo no existe una preferencia socialmente

condicionada hacia un orden sino más bien la posibilidad de la alternativa entre el orden

x, el orden y, el orden z… orden n, y el desorden. El nombre “tradición” se

metamorfosea en verbo, oscila del pasado al futuro, de la retórica de lo dado para

siempre a la retórica de lo perpetuamente incierto (92). Las conexiones entre los elementos de tales dualidades descritas son contingentes (93): 1. Temporalmente, puesto que ya no están determinadas por el pasado, por una naturaleza inmutable, por el destino, por la providencia, o por el origen social. 2. Objetivamente, porque siempre pudiera ser de otra forma y, 3. Socialmente, porque no dependen del consenso, de la democracia. Entre los sistemas más que una relación de solidaridad existe una relación de mera tolerancia o bien de indiferencia.

Si la contingencia es un valor propio de la modernidad, una de sus notas provisorias

más características, Agnes Heller, en un original trabajo (94), nos propone intentar

transformar la contingencia en nuestro destino, no un destino pre-dado (hado) sino un

destino construido socialmente. En esta situación se pone de manifiesto una paradoja

insalvable dentro del conocimiento moderno: nos informa de la contingencia mientras

nos hace creer que narra la necesidad, nos informa de lo local mientras nos hace creer

que narra lo universal, nos informa de la interpretación condicionada por la tradición

mientras nos hace creer que narra la verdad supraterritorial e intemporal, nos informa de

lo inefable mientras nos hace creer que todo es transparente, nos informa de la

provisionalidad de la condición humana mientras nos hace creer que narra la certeza del

mundo, nos informa de la ambivalencia del diseño humano mientras nos hace creer que

narra el orden de la naturaleza y de la sociedad. Para Heller, un individuo ha

transformado su contingencia en su destino si ha llegado a ser consciente de haber

hecho lo máximo de sus infinitas posibilidades. Una sociedad ha transformado su

contingencia en su destino si los miembros de tal sociedad adquieren la conciencia de

que no prefieren vivir en otro lugar y en otro tiempo que el aquí y el ahora. Según Hans

Blumenberg, hace mucho tiempo dejamos de sentir la necesidad de venerar algo que se

hallaba más allá del mundo sensible; por ejemplo, comenta cómo a comienzos del siglo

XVIII intentamos reemplazar el amor a Dios por el amor a la verdad, tratando al mundo

objeto de descripción de la ciencia como una cuasidivinidad; hacia finales del siglo

XVIII intentamos sustituir el amor a la verdad por el amor a nosotros mismos,

considerándonos como otra cuasidivinidad más. Para Rorty “la línea de pensamiento

común a Blumenberg, Nietzsche, Freud, Proust, Bloom y Davidson -como

descripciones del tiempo moderno- sugiere que intentamos llegar a un punto en el que

ya no veneramos nada, en el que nada tratamos ya como a una cuasidivinidad, en el

que tratamos a todo –nuestro lenguaje, nuestra conciencia, nuestra comunidad- como

producto del tiempo y del azar” (95).

Con este léxico contingente, la formación del “sí mismo” deviene un constante

experimento que se renueva a sí mismo sin fin (96). El “sí mismo” liberal es radicalmente infradeterminado, forzado a reinventarse en cada nueva ocasión pública. Estaría representado por el “hombre sin atributos” de Robert Musil, ya que el hombre sin atributos es ipso facto el hombre de posibilidades (97). Es el hombre que “vive

hipotéticamente” (98). Por tanto, “una sociedad liberal es aquella que se limita a llamar

“verdad” al resultado de los combates, sea cual fuere ese resultado” (99). La sociedad

liberal no se puede identificar con unos determinados “fundamentos” o valores, porque

esto presupondría un orden natural de temas y de argumentos que es anterior a la

confrontación entre los viejos y los nuevos léxicos, y anula sus resultados (100). Para

Rorty, “concebir el propio lenguaje, la propia conciencia, la propia moralidad, y las

esperanzas más elevadas que uno/a tiene, como productos contingentes, como

literalización (como tipificación) de lo que una vez fueron metáforas accidentalmente

producidas, es adoptar una identidad que le convierte a uno/a en persona apta para ser

ciudadano de un estado idealmente liberal” (101). Vivir contingentemente significa vivir sin garantías, con sólo una certeza provisional, pragmática, pirrónica, que sirve sólo hasta que logramos falsarla. La modernidad es lo que es –una marcha obsesiva hacia adelante- no porque quizás siempre quiere más, sino porque nunca avanza bastante; no porque incrementa sus ambiciones y retos, sino porque sus retos son encarnizados y sus ambiciones frustradas. La marcha debe proseguir ya que todo lugar de llegada es una estación provisional (102). Por tanto, para Bauman, este “vivir hipotéticamente” fomenta una reacción civilizatoria, un efecto emancipatorio de solidaridad (103). La contingencia precisa de una cierta amistad, una cierta solidaridad, de una cierta comunidad, como alternativa al asilo de lunáticos. La necesita así como los poseídos necesitan un exorcismo administrado por quien sabe hacerlo y el neurótico precisa de psicoterapia dispensada científicamente. Ellos necesitan sus respectivos remedios como un refugio de sus propios demonios, no como un escape, sino como un modus vivendi, no para librarse de ellos, sino para domarlos y domesticarlos de tal manera que uno pueda coexistir en paz con ellos.

Una «dialéctica de lo más nuevo y siempre lo mismo», se extiende, según Benjamin,

como la protohistoria de la modernidad. La imagen de la modernidad «no se conduce con el hecho de que ocurre «siempre la misma cosa» (a fortiori esto no significa el eterno retorno), sino con el hecho de que en la faz de esa cabeza agrandada llamada tierra lo que es más nuevo no cambia; esto «más nuevo» en todas sus partes permanece siendo lo mismo. Constituye la eternidad del infierno y su deseo sadista de innovación. Determinar la totalidad de las características en las que esta «modernidad» se refleja a sí misma significaría representar el infierno» (10)4. En la imagen del infierno como una configuración de repetición, novedad y muerte, Benjamin abrió a la comprensión filosófica el fenómeno de la moda que es específico de la modernidad capitalista. La moda es la eterna vuelta de lo mismo. Paul Virilio situándose entre las reflexiones histórico-críticas de Walter Benjamin y de Reinhart Kosselleck detecta un «nihilismo de la velocidad» en la novedad de la novedad sin fin del progreso moderno. «La contaminación ambiental, el crecimiento de la población, la escasez de materias primas son perturbadoras como sin duda lo es el constante incremento de mayores velocidades, la aceleración es manifiestamente el fin del mundo» (105).

Zigmunt Bauman retomando una feliz expresión: “todo lo sólido se desvanece en el

aire” de Karl Marx en El Manifiesto Comunista, que sirve de título a un importante

texto de Marshall Berman, de-construye en uno de sus últimos libros, Liquid Modernity,

la experiencia moderna en términos de “fluidez”, de “liquidez” como metáforas que

describen el imaginario social moderno. Ya Simmel advirtió que en la cultura moderna

existe un problema que está relacionado con el desplazamiento de las viejas formas por

nuevas, es decir, por el movimiento de creación sin fin procedente de la vida. En el

presente estamos experimentado una nueva fase de la vieja lucha, no una lucha de una

forma contemporánea, repleta de vida, contra una vieja forma, sin vida, sino una lucha

de la vida contra la forma en cuanto tal, contra el principio de la forma. Moralistas,

integristas de viejo y nuevo cuño y una parte respetable de gente llevan razón cuando

protestan contra la creciente “falta de forma” en la vida moderna (106). Quizás esta nueva constelación “sin-forma” sea el modo más apropiado de caracterizar la vida

contemporánea. Sólo la “licuefacción”, la “fluidez” (107) representan a este imaginario que deshace todo lo sólido, a esta “profanación de lo sagrado”.

La modernidad lucha por deshacer la “solidez” de la tradición heredada de la Edad

Media para crear un nuevo e improvisado sólido: la expansión del dominio racional (108) en todos los ámbitos. La lucha contra un imaginario predado por Dios o por otras

instancias metasociales lleva al triunfo de una concepción racionalista que pretende el

dominio racional del mundo apoyándose en el baremo crítico de la razón como han

visto Kant y toda la ilustración tanto francesa como escocesa, pero, una de las paradojas

de la modernidad tardía es que la situación actual emerge del radical deshacerse de los

grilletes y las cadenas que correcta o incorrectamente tenían la tarea de limitar la

libertad individual de elección y de actuación. La rigidez del orden es el artefacto y el

sedimento de la libertad de los agentes humanos (109). Paradójicamente, tal rigidez es el producto de “liberar los frenos, las ataduras”: de la desrregulación, de la liberalización, de la “flexibilización, de la creciente fluidez, del desenfreno financiero, inmobiliario y laboral, del aligeramiento de las cargas impositivas, etc (110). La gran paradoja radica en que esa función de racionalización cultural indiscutible de la que es portador el homo economicus, también es responsable de la creación de nuevas rigideces, aunque estén adornadas de luces de neón, grandes almacenes y elaborados anuncios de Coca Cola.

Hoy día hacemos frente al gran e ineludible destino que hemos creado, elegir. Sin

embargo, desgraciadamente no podemos elegir entre la sociedad de la que habla Platón

en el Banquete y la sociedad actual que aparece en El Padrino o en la serie televisiva

Dallas. El truco de esta fluidez nómada es sentirse en casa en muchas casas.

Notas:

1 La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Vol. 1, 1983, Vol. 2, 1989 (edición oríginal de Seuil, París, 1975) es la obra maestra de Castoriadis en donde están presentes todas sus claves interpretativas, que han sido analizadas ampliamente en el conjunto de Carrefours du Labyrinthe, cinco volúmenes publicados hasta hoy: Carrefours du Labyrinthe I, París, 1978; Domaines del L´homme. Carrefours du Labyrinthe II,, París, 1986; Le monde Morcelé. Carrefours du Labyrinthe III, París, 1990; Le montée de L´insignificance. Carrefours du Labyrinthe IV, París, 1996; Fait et á faire: Carrefours du Labyrinthe V, París, 1997.

(2) Castoriadis ( La institución imaginaria de la sociedad (IIS), Vol. 1, 222) se sirve de un texto del Hegel de la Jenenser Realphilosophie (1805-1806) para ejemplificar la relación entre lo simbólico y lo imaginario: “El hombre es esa noche, esa nada vacía que lo contiene todo en su simplicidad; riqueza de un número infinito de representaciones, de imágenes, de las que ninguna aflora precisamente a su espíritu o que no están siempre presentes. Es la noche, la interioridad de la naturaleza lo que existe aquí: el Yo puro. En representaciones fantásticas, es de noche por todo lo que está alrededor; aquí surge entonces una cabeza ensangrentada, allá otra figura blanca, y desaparecen con la misma brusquedad. Es esa noche la que se percibe cuando se mira a un hombre a los ojos; una noche que se hace terrible; es la noche del mundo a la que entonces nos enfrentamos. El poder de sacar de esa noche las imágenes o de dejarlas que vuelvan a caer en ella (eso es) el hecho de ponerse a sí mismo, la consciencia interior, la acción, la escisión”.

3 C. Castoriadis, IIS, Vol. 1, 234.

4 Ronald Inglehart se ha encargado laboriosamente de presentar con una apoyatura empírica condundente esta metamorfosis de las preocupaciones sociales. Ver sus trabajos: La revolución silenciosa de 1977, El cambio de valores de 1990 y Modernización y postmodernización de 1997.

5 C. Castoriadis, IIS, Vol. 1, 253.

6 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 106 y 288, teniendo presente que un magma es aquello de lo cual se puede extraer (o, en el cual se puede construir) organizaciones conjuntistas en cantidad indefinida, pero que jamás puede ser reconstituido (idealmente) por composición conjuntista (ni finita ni infinita) de esas organizaciones.

7 C. Castoriadis, Domaines de L´homme, París, 1986, 224-225.

8 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 327. Al respecto ver también el interesante ensayo de Hugo Zemelman: Necesidad de conciencia, Barcelona, 2002.

9 “Die Traszendenz des Lebens” en Lebensanschauung, Berlín, Duncker y Hublot, (1918), 1994

(traducido por Celso Sánchez Capdequí en REIS, 89, enero abril, 2000).

10 C. Castoriadis, IIS, Vol. 1, 10.

(11) Ver la interesante interpretación que S. Toulmin realiza de Descartes y Newton como forjadores de la cosmovisión moderna: Cosmopolis: The Hidden agenda of Modernity, Chicago, 1990. Ver también La

dialéctica de la ilustración de Horkheimer y Adorno.

12 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 308-310.

13 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 23, 95, 154.

14 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 320 y ss; Domaines de L´homme, París, 1986, 369.

15 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 283 y ss, 327 y ss..

16 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 322.

17 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 324

18 C. Castoriadis, IIS, Vol.2, 87

19 A. Touraine, La production de la societé, París, l973, 10; M. Maffesoli, (edit.), «The Social Imaginary» en Current Sociology, Vol.41,nº 2,l993

20 A. Touraine, Critique de la modernité, Paris, l992, 80; H. Joas, Die Kreativität des Handenls,

Frankfurt/M, l992, 292

21 A. Touraine, Pour la sociologie, París, l974, 94

22 A. Touraine, La production de la societé, París, l973, 8; C. Castoriadis, Domaines de L´homme, Paris, l986

23 C. Castoriadis, Le carrefour du Labyrinthe, (I), París, l978, 64

24 B. Waldenfels, «Der Primat der Einbildungskraft» en Die Institution des Imaginären, A. Pechriggl,

K.Reiter (edits,), Viena, l991, 64-5

25 C. Castoriadis, IIS, Vol.2, 78

26 N. Luhmann, Soziale Systeme, Frankfurt/M, l984, 253-4

27 C. Castoriadis, opus cit, 80; H. Corbin, mitólogo francés perteneciente a la escuela de Eranos ha puesto de manifiesto de forma destacada la emergencia de este tiempo cualitativo, H. Corbin, «The Time of Eranos» en J. Campbell, (edit.), Man and Time: Papers from the Eranos Yearbook, Princeton, NJ, l957, Vol.3, XIII-XX; ver tambien G. Durand, De la mitocrítica al mitoanálisis, Barcelona, l993, 310

28 R. Kosselleck, «Vorstellung, Ereignis und Struktur» en Vergangene Zukunft, Frankfurt/M, l979, l44-58 29 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 79

30 G. van der Leeuw, «Urzeit und Endezeit» en Eranos Jahrbuch, 1949, Vol.XVII, 11-51

31 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 80

32 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 74; Domaines de L´homme, Paris, l986, 142; M. Horkheimer, Th.W. Adorno, «Concepto de Ilustración» en Dialéctica de la ilustración, Madrid,l994, 59-97; Max Weber tambien ha puesto de manifiesto esto en su comparación de las cosmovisiones que pretenden un «dominio racional del mundo» y aquellas que pretenden un » vuelo sobre el mundo», M. Weber, «Excurso. Teorías y direcciones del rechazo religioso del mundo», en Ensayos sobre sociología de la religión, Madrid, 1983, Vol.1, 437-66

33 C. Castoriadis, IIS, Vol. 2, 331

34 C. Castoriadis, opus cit, 74-75; R. Kosselleck, «Einigen Fragen an der Begriff von Krise» en R. Kosselleck, (edit.), Über dir Krise, Stuttgart, l986; «Krise», en Geschichtliche Grundbegriffe, Stuttgart, l982, Vol.3, 617-50

35 Tomo el término de J. P. Arnason: “The Imaginary constitution of Modernity”, Revue Europeene des

Sciences Sociales, Geneve, 1989, XX, 323-337.

36 C. Castoriadis, Domaines de L´homme, París, 1986, 197.

37 C. Castoriadis, opus cit, 417.

38 C. Castoriadis, opus cit, 140-142.

39 Ver el interesante trabajo de U. Rödel, G. Frankenberg y H. Dubiel, Die Demokratische Frage,

Frankfurt, 1989 en donde se analiza el imaginario político de la modernidad y la dimensión simbólica de

la democracia, la tolerancia, el fortalecimiento de la esfera pública y la solidaridad civil.

40 C. Castoriadis, Le monde morcelé, París, 1990, 22.

41 M. Weber, El político y el científico, Madrid, 1975, 215-17. Subrayado mio.

42 M. Weber, Escritos políticos, México, Vol. 1, 1982, 33-34.

43 Ver al respecto el trabajo de J. D. Hunter: Culture Wars, Nueva York, 1993.

44 C. Sánchez Capdequí, Imaginación y sociedad, Madrid, 1999, 116.

45 Ver el interesante trabajo de C. Castoriadis: “Temps et creation” en Le monde morcelé, París, 1990,

247-277 (traducido por Celso Sánchez Capdequí en este mismo monográfico).

46 Ver J. Hillman, Re-visioning Psychology, Nueva York, 1977, 12 y ss

47 Ver sobre la estructura politeísta del imaginario social griego: K. Kerényi, Die Mythologie der

Griechen. Die Götter und Menschenheitgeschichten, Vol. 1, Múnich, 1992.

48 H. Bloom, Shakespeare. The Invention of the Human, Nueva York, 1998, xxii.

49 C. Sánchez Capdequí, Imaginación y sociedad, Madrid, 1999, 99.

50 Ver al respecto el monográfico: “Die Vielheit der Welten” de la revista Eranos, 1975, Vol. 44., así como el monográfico: “Einheit und Verschiedenheit” de Eranos, 1976, Vol. 45; también consultar el texto de G. Durand: L´âme tigrée: les pluriels de psyché, Paris, 1981.

51 A. Ortiz-Osés, en Diccionario de Hermenéutica, Bilbao, 1997, 351, ver del mismo autor: “El implicacionismo simbólico” en Cuestiones fronterizas, Barcelona, 1999, 149-186.

52 Nicolas de Cusa, De docta ignorantia libri tres. Testo latino con notte di Paolo Rotta, Bari, 1913, 2,1 y 1, 21.

53 La experiencia borgesiana de el Aleph, sin duda presenta una similitud con este imaginario central,

entendida como simultaneidad plena, como contextura espacio-temporal total, como conexión entre el

alfa y el omega (ver J. L. Borges, El Aleph, Madrid, 1977, 175ss).

54 Ver G. Dumézil, Los dioses soberanos de los indoeuropeos, Barcelona, 1999.

55 Para E. M. Cioran, en las democracias liberales existe un politeísmo implícito (o inconsciente, si se quiere) y, al contrario, cada regimen autoritario supone un monoteísmo enmascarado (ver: I nuovi dei, Milano, 1971 (1969), 44. El análisis sociosimbólico que subyace a éste capítulo pretende describir la estructura simbólica de las sociedades modernas tardías, cuyo imaginario es “politeísta”, sin olvidar con esto que existen formas de creencia y re-ligación monoteísta, aquellas representadas por las iglesias establecidas de las grandes religiones universalistas

56 Utilizo el verbo fantasear no en su acepción negativa de huida de la realidad sino todo lo contrario, en el sentido de creación, proyección, imaginación, invención de realidades.

57 Ver J. Hillman, Re-visioning Psychology, opus cit, 17.

58 Esta idea atribuida a Platón, es retomada posteriormente por Giordano Bruno, Nicolas de Cusa y C. G. Jung. El concepto está presente en los trabajos de S. N. Eisenstadt: “Multiple modernities” en Daedalus, Vol.

129, n. 1, 2000, 1-31, también Die Vielfalt der Moderne, Göttingen, 2000; así como también en los trabajos de Ch. Taylor y B. Lee: Multiple Modernities: Modernity and Difference, Chicago, Center for Transcultural Studies, 1998, 10.

60 De las que encontramos un magnífico análisis crítico en la obra de C. Solé: Modernidad y modernización, Barcelona, 1998.

61 Richard Rorty ha puesto de manifiesto la emergencia de la definición de la situación a resultas de la

lucha democrática de interpretaciones diferenciadas en la modernidad: Ver esta posición en:

Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, 1999, 71 y ss.

62 Ver su trabajo: The End of History and the Last Man, Nueva York, 1992.

63 Recientemente editado su trabajo originario: ¿Choque de civilizaciones?, Madrid, 2002

64 Esta idea de los encuentros entre culturas y civilizaciones ha sido ampliamente desarrollado, primero

por la Escuela antropológica difusionista vienesa, cuyo representante más conocido es Gräbner, y

encuentra su desarrollo en los estudios comparativos de difusión y contacto cultural de mitologías indias

65 M. Weber, Ensayos de sociología de la religión, 3 volúmenes, Madrid, 1983, 1987, 1989.

66 E. Tiryakian (“The Civilization of Modernity and the Modernity of Civilizations” International Sociology, Vol. 16, n. 3, 2001, 277-293) ha realizado una excelente mapificación de los diversos estudios realizados en torno al concepto de civilización comenzando por la primera generación donde se situan los estudios comparativos de Max Weber, Emile Durkheim y Marcel Mauss, la segunda generación englobaría a Pitirim Sorokim, Norbert Elias, Reinhard Bendix y Benjamin Nelson y en la tercera

generación destacan los estudios críticos de Shlomo Eisenstadt, Sam Huntington , Edward Said, Arjun

Appadurai y Gayatri Chakravorty Spivak.

67 Ver el magnífico artículo de S. N. Eisenstadt, “Introduction. The Axial Age Breakthroughs- Their Characteristics and origins” en S. N. Eisenstadt, (Edit.), The Axial Age Civilizations, Albany, Nueva York, 1986, 1-27. El forjador del término “época axial” es Karl Jaspers en “Vom Ursprung und Ziel der

Geschichte” (1949), significando con él la emergencia de una tensión básica entre los órdenes trascendental y mundano. Este proceso revolucionario tuvo lugar en varias de las grandes civilizaciones abarcando al antiguo Israel, la antigua Grecia, el cristianismo originario, el Iran zoroastriano, la China imperial y las civilizaciones hindu y budista. El concepto ha sido retematizado por B. Schwartz en “The Age of Trascendence” en 1975, y también por E. Voegelin, Order of History en 1974.

68 J. D. Faubion, Modern Greek Lessons: A Primer in Historical Constructivism, Princeton, 1996, 113

69 S. N. Eisenstadt, “Multiple Modernities” Daedalus, Vol. 129, n. 1, 4

70 La orientación gnóstica pretende escapar o repudiar la creación maligna de la materia o de la contingencia, en términos más sociológicos, pero, a diferencia de ciertas tendencias comtemplativas cristianas, lo hace por medio de la acción en el mundo, a través de un plan formulado por los seres humanos con la guía de un conocimiento superior que ayuda a desvelar el significado profundo oculto del mundo. En el trasfondo del programa de la modernidad comparecen diferentes metanarrativas al lado de la gnóstica como son la cristiana que se dirige a afirmar este mundo en términos de una visión más alta que no es completamente realizable y también la metanarrativa ctónica que enfatiza la completa aceptación del mundo dado y la vitalidad de sus fuerzas. Para más detalles consultar la magnífica aportación de E. Tiryakian: “Three Metacultures of Modernity: Christian, Gnostic and Chthonic”, Theory, Culture and Society, Vol, 13, 1, 1996, 99-118.

71 Ellas no están enraizadas en las ortodoxias hegemónicas de sus respectivas tradiciones sino más bien en las tradiciones de sus heterodoxias. Ponen de manifiesto una relación cercana a las tendencias y a los movimientos heterodoxos, sectarios y especialmente utópicos.

72 Ver el importante trabajo de M. Walzer: The Revolution of the Saints: A Study in the Origins of the Radical Politics, Cambridge, Mass, 1965

73 Ver su trabajo: La revolution et la libre pensée, París, 1924.

74 Ver su trabajo: Penser la revolution francaise, París, 1978.

75 Ver el trabajo de V. C. Nahirny: The Russian Intelligentsia: From Torment to Silence, Rutgers, NJ, 1981.

76 Charles Tilly ha analizado cómo el modelo de movilización colectiva clásico de carácter reactivo o defensivo, representado por el movimiento campesino, se transforma con las Grandes Revoluciones en un modelo proactivo, más en consonancia con las aspiraciones expansivas tanto de la burguesia como del proletariado. Ver su trabajo: From Mobilization to Revolution, Mass, 1978.

77 Sólo dentro de este horizonte moderno de temporalización de la realidad social deviene posible para los rivales políticos colorearse mutuamente en términos ideológicos. La ideologización del oponente(s) político se convierte en parte del mecanismo de control del lenguaje político. Hasta la mitad del siglo XVIII , el lenguaje político fue un monopolio disfrutado por la nobleza, los abogados y los intelectuales.

Sobre todo, después de la Revolución Francesa, el control sobre la producción de espacios lingüísticos se hace más urgente por la razón de que un número cada vez mayor de personas tiene acceso a tal lenguaje. Ver el interesante trabajo (“Zur historisch-politischen Semantik asymetrischen Gegenbegriffe”) al respecto de Reinhart Koselleck: Vergangene Zukunft, Frankfurt, 1989, 211-260.

78 S. Subrahmanyam, “Hearing Voices: Vignettes of Early Modernity in South Asia” en Daedalus, Vol.

127, n. 3, 1998, 99-100.

79 Ver la interesante exposición del pensamiento de Castoriadis realizado por H. Joas en:

“Institutionalization as a Creative Process: The Sociological importance of Cornelius Castoriadis´s

Political Philosphy” en American Journal of Sociology, Vol. 94, 5, 1989, 1184-1199.

80 N. Luhmann, Essays on Self-reference, Nueva York, 1990, 13

81 N. Luhmann, Complejidad y modernidad: de la unidad a la diferencia, Madrid, 1998, 133.

82 J. Berger, “Modernitätsbegriffe und Modernitätskritik in der Soziologie”, Soziale Welt, 39, 2, 1988, 226.

83 N. Luhmann, Die Gesellschaft der Gesellschaft, Frankfurt, 1997, Vol. 2, 743ss.

84 H. Dubiel, Ungewissheit und Politik, Frankfurt, 1994.

85 N. Luhmann, Die Religion der Gesellschaft, Frankfurt, 2000, 125.

86 N. Luhmann, Complejidad y modernidad…, Madrid, 1998, 148.

87 N. Luhmann, Soziologie des Risikos, opus cit, 48. Niklas Luhmann ha aplicado el concepto de “observación de segundo orden” como baremo reflexivo que posibilita la autoorganización y autoproducción de los diferentes sistemas sociales (Véase al respecto su obra: La Ciencia de la Sociedad, México D. F., 1993, 55-93).

88 N. Luhmann, La ciencia de la sociedad, 192, 66.

89 N. Luhmann, “Distintions Directrices” en Soziologische Aufklärung, Opladen, 1988, Vol. 4, 14-32.

90 Ver el trabajo de José Mª Gonzalez: “Límites de la racionalidad social: azar, fortuna y riesgo” en A. Pérez-Agote , I. Sánchez de la Yncera (Editores), Complejidad y teoría social, Madrid, 1996, 392-93.

91 G. Canguilhem, Lo normal y lo patológico, Buenos Aires, 1970, 188.

92 Z. Bauman, Modernity and Ambivalence, Londres, 1991, 53 y ss.

93 N. Luhmann, “Complexity, Structural Contingencies and Value Conflicts”, P. Heelas, S. Lash, P,

Morris, (Edits.), Detraditionalisation, Londres, 1996, 64.

94 A. Heller, “From Hermeneutics in Social Science toward a Hermeneutics of Social Science”, Theory

and Society, Vol. 18, 1989, 291-322.

95 R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, 1991, 42.

96 A. Melucci, The Playing Self, Londres, 1996. Ver asimismo A. Wellmer, “Wahrheit, Kontingenz,

Moderne”, Endspiele: Die Unversöhnliche Moderne, Frankfurt, 1993, 157ss.

97 P. L. Berger, A Far Glory, Nueva York, 1991, 114.

98 R. Musil, El hombre sin atributos, Barcelona, Vol. 1, 1961, 304.

99 R. Rorty, opus cit, 71.

100 Ronald Dworkin también suscribe este posicionamiento.

101 R. Rorty, opus cit, 79-80.

102 Z. Bauman, Modernity and Ambivalence, Londres, 1991,10-11.

103 Z. Bauman, Modernity and Ambivalence, Londres, 1991, 237.

104 W. Benjamin, Das Passagen Werk, Frankfurt/M, 1983, Vol.2, 1011

105 P. Virilio, Fahren, Fahren, Fahren, Berlin, 1978, 30.

106 Ver G. Simmel, “Der Konflikt der modernen Kultur” en Das individuelle Gesetz, Frankfurt, 1987, 150, 173.

107 Ver al respecto el interesante y sugestivo trabajo de F. J. García selgas: “Preámbulo para una ontología política de la fluidez social” en J. Mª García Blanco, P. Navarro (Edits.), Más allá de la modernidad, Madrid, 2002.

108 Z. Bauman, Liquid Modernity, Londres, 2000, 3.

109 Z. Bauman, opus cit, 5.

110 Así lo recogía Cl. Offe en “Bindung, Fessel, Bremse. Die Unübersichtlichkeit von

Selbstbeschränkungsformeln” en Honneth, McCarthy, Offe y Wellmer, (Edits.), Zwischenbetrachtungen. IM prozess der Aufklärung, Frankfurt, 1989, 739-773.